Pandemia, una oportunidad para Tolstoi

La prolongación de la pandemia de coronavirus confirma, siete meses después de las primeras cuarentenas establecidas en Europa -continente que ahora nuevamente se enfrenta a medidas de restricción- que el obligado confinamiento favorece la lectura. Y no cualquier lectura.

El pasado marzo, el británico The Guardian señalaba el fenómeno: en aquellas semanas, a la vez que Waterstones -la principal cadena de librerías del país- cerraba sus puertas, sus ventas aumentaban un 400% con el correr de las semanas. Y gracias a títulos que no son precisamente para leer en un día: Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera (García Márquez); Beloved (Toni Morrison); El jilguero y El secreto (Donna Tartt); El cuento de la criada (Margaret Atwood); 1984 (George Orwell) y The Mirror and the Light (Hilary Mantel). «Nuestro best-seller es Hilary Mantel, esas 900 páginas ya no asustan y le está yendo realmente bien», había comentado Bea Carvalho, de Waterstone, sobre el último volumen de la trilogía sobre Cromwell de la escritora, dos veces ganadora del Booker.

La tendencia no ha cambiado desde marzo: siempre según el Guardian, Penguin Random House informó que las ventas de Guerra y Paz, que supera las 1.400 páginas, registraron un aumento del 69% este año en el Reino Unido (de 3.700 ejemplares en 2019 a 6.300 en 2020).

Asimismo se incrementaron las ventas de Don Quijote (53%); Anna Karenina (52%); Middlemarch (40%) y Crimen y castigo (35%). «Esperábamos ver un aumento de policiales o novelas cómicas, pero en realidad los lectores parecen haberse inspirado durante las cuarentenas para acercarse a los monumentos literarios, libros que tal vez tenían intención de leer pero en los que nunca antes tuvieron tiempo de embarcarse», dijo el director editorial de Penguin Classics Jess Harrison.

Es cierto -observa el diario- que no se sabe cuántos lectores terminaron las obras, aunque hay casos exitosos como el de «Tolstoy Together», un grupo de lectura de Guerra y Paz supervisado por el novelista Yiyun Li que, a lo largo de 85 días consecutivos, asignó a los participantes entre 10 y 15 páginas de la novela rusa.

Los libros verdes

Un relato – #DeMiBiblioteca

Hace más de 25 años que los libros fueron formando la biblioteca. Una de las bibliotecas, la primera, la más inclasificable. Fue el primer mueble de una casa que todavía estaba vacía: sólidamente cortada, cepillada, lustrada y amurada por Andronik, un carpintero ucraniano mudado a las pampas, sigue ahí firme y sólida como Atlas soportando el mundo. Exagero un poco, por supuesto, pero un poco de hipérbole viene bien de vez en cuando.

¿De cuántas formas se puede ordenar una biblioteca? Alguna vez intentamos el criterio geográfico-literario, obviando los cruces que nos ponían en jaque. Otras apelamos a la pragmática opción de tamaño: donde entren, donde haya un hueco para esos volúmenes indisciplinados que son más anchos que altos, o tan pesados que amenazan con derrumbar el equilibrio de algún estante. Hasta cedimos con el tiempo a la otrora denostada clasificación por colección o color: al fin y al cabo el tiempo pasa y la memoria visual ayuda.

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Pero todo resultó ser bastante en vano. Llegamos finalmente a completar la cuarta o quinta biblioteca de la casa y el paso de los años, acompañado del desfile de los libros, sus autores, sus idiomas, sus títulos y editoriales, se impuso sobre casi todo orden posible. Aquello de encontrar una aguja en un pajar se volvió fácil en comparación con encontrar un libro en la(s) biblioteca(s).

Así que un buen día decidimos, ya que no ordenar, al menos listar los libros de la biblioteca. Estante por estante fuimos desempolvando, de paso, libro por libro, recordando los que ya no sabíamos que teníamos, asombrándonos de otros, descubriendo los que habían ido a parar detrás de la primera línea, empujados al abismo del fondo del estante por otros lomos en busca de protagonismo. Así, estante por estante, llegamos a la colección verde.

La colección verde tiene nombre, en realidad. Son las Grandes Novelas de la Literatura Universal, publicadas bajo la dirección de Ricardo Baeza, editadas por W. M. Jackson Inc. Editores en Buenos Aires alrededor de 1946. En todo eso me fijé mucho después: cuando los leí -y ellos me llevaron desde La Cartuja de Parma a Crimen y Castigo, de Madame Bovary a Germinal, de La prima Bette a Pepita Jiménez– eran simplemente “los libros verdes”. Algo menos de 40 volúmenes que me acompañaron durante todos los años de adolescencia: uno tras otro, iba sacando los volúmenes y leyendo, generalmente sin saber mucho quiénes eran los autores, guiada solamente por la curiosidad del título ya que no por la diversidad de las tapas, todas iguales y de un verde botella uniforme con un grabado en relieve en la tapa que mostraba un libro. Y encima del libro, una suerte de lámpara de Aladino que al primer golpe de vista me parecía más un pollo muerto que una metáfora de la luz aportada por la literatura. Todo coronado por la leyenda Grandes Novelas de la Literatura Universal. No sabía quién era Ricardo Baeza, y solo hace poco leí que era un escritor español nacido en Cuba que se opuso a la dictadura de Franco y se exilió en la Argentina, donde trabajó siempre en el mundo editorial y, para Jackson en particular creó la colección de aquellos libros verdes que habrán decorado con elegancia numerosas bibliotecas porteñas a mediados del siglo XX. En todo caso, no los recuerdo nunca nuevos: la colección siempre fue vieja, de papel amarillo por el tiempo, como si tuvieran una respetable pátina de antigüedad para acompañar el peso de autores rotundamente consagrados.

Los libros verdes, entonces, estaban en la biblioteca de mi primera casa. Y habían llegado con mi papá, aunque lo único que recuerdo haberlo visto leer con entusiasmo fueron las historietas del Tío Rico, que compraba con la excusa de que nos divertían a los chicos y se leía de punta a punta en algunos raros ratos de distracción y descanso.

Jackson3Las novelas de Jackson, en cambio, no se las vi jamás entre las manos. Solo un día tuve la curiosidad de preguntarle por qué las tenía: supe así que aquella colección fue lo primero que compró cuando tuvo algo de dinero, al llegar a Buenos Aires, en 1949. Venía de Italia, donde había embarcado hacia Sudamérica desde Nápoles. Había ido a la escuela hasta los 13 años; a los 14 ya era minero en el Tirol: el más joven de su grupo, y también el que más tiempo resistió esa vida durísima de túneles y piquetas. Llegó a Buenos Aires a los 16 años, a la casa de un tío que casi no conocía, y empezó a trabajar enseguida en una fábrica de tinturas cerca del Abasto. Las últimas liras las había gastado en el puerto de Santos, en Brasil, la última escala antes de Buenos Aires: “Llovía a cántaros”, decía solamente de su escala brasileña después de una travesía extenuante. Con el primer sueldo de ese trabajo no menos extenuante -se dormía parado revolviendo durante horas las calderas con tinturas- compró las novelas de Jackson, que estuvieron durante años en su cuarto de soltero en la casa de su tío. “Pensaba que así iba a aprender mejor el castellano”, me dijo. Y lo aprendió, sí, pero no con los libros: vencido por las dificultades de una lengua aún esquiva, por las intrigas dificultosas de héroes y heroínas de nombres extraños -la “literatura universal” era exclusivamente francesa, española, inglesa y alemana sin ningún italiano a la vista- los libros quedaron en el estante y el castellano lo aprendió un poco en la casa y mucho en la calle. Pero la colección se mudó con él a su primer departamento de casado, siguió algunos años después a la casa donde los leí uno por uno, en incontables tardes de invierno que la memoria funde en una sola y, cuando llegó la hora de formar mi primera propia biblioteca, los dejó ir conmigo sabiendo que estarían bien cuidados. Y allí están todavía, erguidos y orgullosos con sus más de 70 años a cuestas, como esperando volver a encontrarse con ojos que los lean y, otra vez, los quieran.

@gedece

Tres lecturas para el Día de la Memoria

Yom Hashoah, el Día del Recuerdo del Holocausto, se conmemora hoy internacionalmente en memoria de las víctimas del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial.

Lo recordamos con tres libros de nuestra biblioteca: las memorias El hombre en busca de sentido, del austríaco Viktor Frankl y Si esto es un hombre (primero de una trilogía) del italiano Primo Levi, junto a la novela semiautobiográfica Sin destino del húngaro Imre Kertész.