Hoja por Hoja

Proyecto editorial & Revista literaria online

Pintar el fuego / Por Clara Gorostiaga

Tenía total seguridad de que los esquíes se habían deslizado solos. La superficie sobre la que estaba parado no presentaba la menor pendiente y él no se había movido. Sin embargo, el paisaje era distinto. La enorme extensión de tierra nevada se había llenado de árboles, oscuros y sin hojas a causa del invierno.
Se quedó un momento contemplando el mundo de cielo gris, la blancura de la nieve y los árboles negros. Los frascos de pintura habían quedado esperando en la cabaña: qué bien le vendría ahora tener bajo la vista un rojo bermellón junto a un amarillo oro. Esos colores que sólo están en el fuego y en la imaginación.
Otra vez los esquíes lo habían movido y transportado a un paisaje nuevo. Parado sobre la pendiente de una colina veía un valle y un río congelado al costado del cual se desparramaba un pueblito. Asoció el humo de las chimeneas con el olor a una sopa humeante. Y se decidió a bajar.
No lo hizo de manera precipitada y en el zigzag aprovechó para mirar a la gente que jugaba sobre el hielo arrojando discos de madera, a ver cuál llegaba a deslizarse
más lejos. Y a niños y mujeres patinando. Sin embargo, en cuanto quiso darse cuenta, la visión cambió. Estaba frente a una mesa y a un plato de polenta con queso. No se había dado cuenta del hambre que tenía y lo devoró con riesgo de pelarse la lengua.
¿Y ahora? ¿Adónde lo transportarían los esquíes de la mente? Le daba un poco de vértigo sentirse llevado cuadro tras cuadro a copiar a los pintores flamencos del siglo XVI. No sabía si en parte era el calor de la polenta recién comida, pero se sintió arder por fuera y por dentro. Conocía de memoria las obras de Brueghel, una pincelada tras otra con todo su detalle.

Dejó el pincel dentro del frasco de aguarrás y miró el cuadro a medio hacer desde una cierta lejanía. Ahora venía la mejor parte, copiar los fuegos, la roja insignia de la taberna del pueblo, y los perros de pelaje más claro.
Entonces, la pregunta acuciante de siempre, ¿podría venderlo bien? Sabía perfectamente que llegar a falsear un original era una tarea imposible. Pero siempre hay alguien que quiere un Brueghel igual al auténtico y él era un copista archiconocido. Sus trabajos se vendían a un alto precio.
Dentro de su corazón, una honestidad respetuosa con los maestros le permitía compartir la intimidad de sus obras. Y la señal era la inspiración que lo
transportaba de cuadro en cuadro de una manera misteriosa.
Decidió ir hasta el pueblo a comprar vituallas para la noche. La nieve había dejado de caer y amainado el viento. En un rato saldría la luna temprana del invierno.
Cuando regresó le llamó la atención la cantidad de luces en su casa. Entró rápidamente en su atelier y se encontró con que el cuadro ya no estaba.
Lo que más le dolió fue que esa vez, otro y no él iba a copiar el rojo del fuego y el amarillo oro.


Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

©Graciela Cutuli


Sitio web diseñado y desarrollado por Axel J. Dumas Cutuli (axeldumas@hotmail.com) y Micaela Fernández (ffmicaelab@gmail.com)

A %d blogueros les gusta esto: