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Me gusta el arte / Por Florencia Agrasar

Me gusta el arte

Siempre sentí un cierto horror hacia la fealdad. Pero, ojo, que no se malinterprete: primero debo explicar qué entiendo por “lo feo” o “lo bello”. No estoy hablando tanto de la ausencia o presencia de proporción y simetría, que serían las definiciones más convencionales. Hablo de lo vulgar, lo ordinario, lo basto; lo kitsch que no tiene la intención de serlo pero no lo puede evitar, lo llamado vulgarmente “grasa” o “cache”, todo lo cual me genera un rechazo visceral. La forma de mis orejas, por ejemplo. Esas entrarían en la categoría que yo llamo lo vulgar. Son demasiado grandes, aplanadas, desproporcionadas en relación con el tamaño de la cara y la cabeza. Uno las mira con atención y se pregunta ¿para qué tanta cosa? Un accesorio feo e innecesario a los costados del cráneo, que poco aportan a la función de escuchar. Con el orificio me habría alcanzado, y tal vez una pequeña rueda de cartílago a su alrededor para proteger al tímpano y demás.

Mi lista de horrores sigue: las cumbias villeras, que deberían estar prohibidas bajo pena de muerte. Llenas de palabras burdas y diminutivos como “mamita”, “bombachita”, voces melosas que se comen las eses finales de las palabras, ritmos pegadizos, simples, sin ninguna sutileza. Horror y espanto. Y como este tengo miles de ejemplos: los piercings, los cortes de pelo y los tatuajes que desfiguran deliberadamente, como un manifiesto que celebra lo horrible. La gente que usa ropa cara ostentando la marca como un certificado de estatus, CH, DKNY, Dior, anunciando vulgarmente a gritos “soy importada y carísima, mírenme porque esto es todo lo que yo valgo”. El pseudo arte, con la tristeza de lo que no ha encontrado su forma de expresión ni sus colores, que busca desesperadamente imitar lo sublime pero ni siquiera se le acerca un poco y termina siendo un intento pobre, un pastiche, una cosa fea. Y otros ejemplos más banales: las uñas acrílicas falsas, gigantescas, brillosamente esmaltadas, que inmediatamente impulsan a su portadora a exhibirlas como un objeto de deseo, moviendo las manos de aquí para allá, “cliqueando” sobre las superficies, mesas, teclados, con su ruido eficiente y mentiroso.

Finalmente, otros asuntos quizás más serios, graves, como el lenguaje inclusivo, con su vana y ridícula pretensión de incluir a los excluidos (¿incluir dentro de qué?, ¿del género humano?, ¿de los seres vivos?, ¿de los aspirantes a sentirse amados, aceptados?). Vanidad de vanidades.

La lista es larga.

En cambio, me resulta imposible no sucumbir ante ciertos signos, arbitrarios, incomprensibles, que para mí son la belleza. Un rostro sin maquillaje, tal vez algo ajado, curtido, con la hermosura de los soles y los vientos que lo han madurado, bello en su pureza y en su armonía con los elementos. Una casa antigua, envejecida con la dignidad y simpleza de quien ha vivido con austeridad y orgullo. Un paisaje (la naturaleza en esto es insuperable, por algo el arte ya no debería jamás imitarla).

Una pintura, no necesariamente famosa; de esas que al mirarlas sentís que te pasan cosas, te estremecen y conmueven porque te cuentan una historia, te invitan a ver la realidad de una forma nueva o plasman una emoción.

Muchos podrán confundirme con una vulgar snob (ya ni sé si se utiliza este término) pero aclaro: están equivocados. A esos también los desprecio, por su esfuerzo evidente y desmedido por pertenecer a la élite de los que tienen “buen gusto”. Se les nota a la legua la pretensión, siempre alertas para no estar en el lugar incorrecto, el lugar que no es cool, atentos a vestir con la ropa de moda; siempre con miedo de no decir la palabra considerada “correcta” en su esfera de boludos superficiales; que “colorado” en vez de “rojo”, que “comida” en vez de “cena”, “vista” en vez de “película”. Pobres. No entendieron nada. Al final son más falsos que moneda de lata.

Bueno, pero ya es hora de que explique la razón de este preludio. Quiero que entiendan que el incendio fue un caso de fuerza mayor. Mejor eso que la degradación total. No me importa estar acá ahora. Salvé al arte de su ignominia.

Todo empezó en la pandemia, más específicamente en la segunda ola del 2021. Ya veníamos todos los empleados del museo trabajando desde casa, haciendo tours virtuales por la colección permanente; cada tanto, una pequeña exposición de algún artista especial en las redes. A mí me había tocado manejar el Instagram institucional principalmente, subiendo obras y reseñas. La verdad es que me encontraba muy a gusto en mi pequeño departamento de Palermo, mi sereno nido de luz, armando estas exhibiciones digitales tan placenteras. No es que no disfrutara de mi trabajo cuando era presencial: amo lo que hago, mi jefa es una curadora muy capaz que ha puesto en valor muchas piezas que estaban guardadas, ha mandado a restaurar cosas preciosas y nos ha involucrado en cada decisión. Pero sí me molesta, cada tanto, ver entre el público que visita nuestras salas, a esos personajes detestables, groseros, ignorantes, ruidosos. No son habituales, debo admitirlo.

La verdad, en general, los museos no son lugares de interés para estas criaturas nefastas, pero cada tanto teníamos alguna.

Bueno, resumiendo, desde mi casa, rodeada de mis plantas, mi gato siamés, con música de fondo, ópera, jazz, bossa nova según mi estado de ánimo, mi trabajo era muy agradable. Tuvimos una corta apertura  en el verano 2021, acotada, con muchos protocolos, pero duró poco. Con las mutaciones del virus y sus distintas cepas, volvimos a encerrarnos. Primero dijeron que era por unos pocos días, nueve o diez. Pero cuando se cumplía el plazo el presidente sacaba un nuevo DNU y dale que va… Así pasaron tres meses, casi todo el invierno. Yo venía bien, diseñando los stories y el feed de cada día, generando juegos y acertijos, investigando historias curiosas sobre los pintores y escultores. Mi jefa me felicitaba a menudo por mi creatividad. Pero a mediados de agosto la cosa se complicó con el infarto del presidente de la Nación, que lo dejó fuera de juego. No es que fuera santo de mi devoción, pero por lo menos no se metía con nuestro trabajo. En cambio la vice, ese monstruo de mujer, apenas asume en su lugar le pide la renuncia al ministro de Cultura de quien dependemos y ¡chau!, es el principio del fin.

Al poco tiempo desvinculan a Marisa, mi jefa. Ponen a dedo, sin concurso, a un orangután, una especie de animal que lo máximo que sabe de arte lo vio en un programa infantil de los años 90, Art Attack, y en Utilísima Satelital. Y acá resumo para no amargarme.

Primero empieza este bruto rodeándose de muchachitos y jovencitas de unos veinticinco años como máximo, todos pertenecientes a una organización paralela del riñón de la vicepresidente, llenos de ideas revolucionarias. Todos hablando en inclusivo, que “compañere”, que “queride”, con cortes de pelo extravagantes, cabezas rapadas con mechones estilo mohicano, piercings en nariz y boca, tatuajes varios, coloridos. Todos mascando chicle con la boca abierta, un asco. Ninguno había visto una obra de arte en su vida ni le importaba un rábano. El discurso que trasciende es que es el fin de los museos presenciales, que para qué ir a una exposición cuando todo lo podés ver en internet, que hay que reinventarse y generar cosas nuevas blablabla… Los pocos que quedamos de la gestión anterior, porque echaron a la mayoría, temblamos. Es más, yo empiezo a pasar el estrés al cuerpo. Al tiempo desarrollo una urticaria molesta en el cuello y los brazos, no puedo dormir a la noche y se me cae el pelo a mechones. Hasta que un día, el mono (con perdón de la especie, pobrecitos son hermosos en su condición animal) nos convoca a todos los empleados del museo a un Zoom y nos anuncia el cierre. Que los cuadros serán destinados a oficinas de gobierno y que nuestras queridas salas de exposición se convertirán en “espacios culturales de formación de jóvenes”. Nos quedamos helados. 

Nadie entendió en su momento de qué se trataban estos espacios, pero no había nada que hacer. Nos indemnizaron y a otra cosa.

Pero un mes después, en un rapto de nostalgia, decidí pasar por la puerta del museo en una de mis caminatas permitidas por los protocolos de salud e higiene y ¡oh sorpresa! Sobre la puerta del museo había un cartel con el nombre de una conocida organización política con mucha influencia en el poder, seguido de las palabras “Comité de Instrucción’’. Me acerqué a una de las ventanas para ver si podía pispear algo, pero todas las cortinas estaban cerradas. Resignada, estaba por seguir mi camino cuando escuché un chistido. Era el guardia de seguridad, el mismo de siempre, que se asomaba por la puerta de la garita de entrada. A él no lo habían volado.

—¿Cómo anda, Valeria? ¿Qué me dice de este desastre? —susurró en tono confidencial. Detrás del barbijo las palabras sonaban conspiratorias.

—Hola Héctor, la verdad es que no tengo idea de lo que está pasando. ¿Hay actividad acá? ¿Qué se está haciendo?

La respuesta no fue muy alentadora. En pocas palabras, estaban usando el museo como escuela de catequización política. Un ejército de jóvenes, universitarios y también del colegio secundario, se paseaban clandestinamente todos los días a recibir cursos. Héctor olía que algo estaba mal, pero no tenía herramientas para detectar el tufo a adoctrinamiento fascista y autoritario, de izquierda o de derecha, igual es.

—¿Y ya se llevaron la colección? —pregunté desesperada, sintiendo que me bajaba la presión. No podía ser que quedara todo en manos de estos energúmenos.

—Mañana por la mañana viene el camión, Valeria.

Fue como si se me encendiera una luz de alarma en el cerebro. A partir de ahí no pude escuchar más nada. Como una autómata, me alejé rápidamente y me volví a mi casa, mientras elucubraba el plan. Esa misma noche fui a la Shell de la esquina del museo con un bidón y lo llené de nafta. Con barbijo y capucha, fue fácil; las cámaras me habrán tomado pero nunca podrán saber que la que originó el fuego fui yo.

Igualmente, tuve que pagar con mi salud. Cuando salió todo en los diarios me cayó la ficha: ni un cuadro se salvó. Por un lado, un éxito. El arte no pasaría a manos de estos cerdos, no señor. Por el otro, se me partió el corazón: los repasé en mi memoria uno por uno, los Fader, los Pettoruti, un Berni, algunos Alonso, más las hermosas réplicas de esculturas de Degas y de Rodin.

Ahí tuve un brote tan feo que se enteraron los vecinos. En mi departamento, estrellé todos los platos contra las paredes, y arrojé todos mis libros de arte por el balcón… junto con mi gato Salvador.

Ahora estoy bien. El sanatorio es lindo, apacible. Me dejan escuchar música y tengo algunos amigos con los que comparto terapia ocupacional y les enseño algo de los grandes artistas. Empecé a fumar. Uno de los chicos, Juan, cada tanto me consigue un porro y lo compartimos al sol. Ahí sueño, sueño otra vez que estoy en el museo, caminando por los pasillos y mostrándole la colección a personas tranquilas, que aman la belleza, como yo.


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