La cocina, ese territorio históricamente ligado a los afectos, también puede volverse un laboratorio del horror. En “Circe”, el cuento de Julio Cortázar, Delia Mañara prepara a sus novios bombones con meticulosa devoción: chocolate, menta, licor… y cucarachas. Lo doméstico, lo dulce, se transforma en amarga amenaza. Pero, como suele suceder, la realidad supera a la ficción.
Por Teresa Teramo
Es perfectamente plausible imaginar que Cortázar se haya inspirado en la historia de Belle Gunness, una noruega que emigró a Estados Unidos y se convirtió en una de las asesinas seriales más enigmáticas de principios del siglo XX. Gunness envenenó a sus dos maridos, posiblemente a cinco de sus hijos, y atrajo a decenas de pretendientes mediante anuncios matrimoniales en los periódicos: todos desaparecieron tras sentarse a su mesa. En su granja de Indiana se encontraron más de cuarenta cadáveres enterrados bajo los frutales. Sí, esos frutales con los que hacía dulces de ciruela y de durazno. Antes de convertirse en leyenda negra, Belle había regenteado una confitería junto a su primer esposo envenenado. En la Inglaterra victoriana, Mary Ann Cotton también tejió una red letal: acabó con cuatro maridos, dos amantes, once hijos y algunos más, todos con rastros de arsénico en el estómago.

Un siglo después, otro nombre quedó grabado en la memoria argentina: María de las Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano, más conocida como Yiya. Su historia tiene menos de literatura gótica y más de policial rojo, pero comparte un patrón inquietante: la “dulce” comida. El 27 de abril de 1979 la policía la detuvo en su casa de la calle México, relativamente cerca de la casa de los Mañara en Almagro —donde Cortázar ubica la escena de los crímenes al chocolate perpetrados por Delia. A comienzos de los años ochenta, Yiya Murano fue acusada y luego condenada por haber envenenado con petit fours a tres mujeres de su círculo íntimo. Amistad, deudas, masitas y té: el crimen, una vez más, endulzado y disfrazado de merienda.
No son pocas las mujeres que, con sigilo o con estruendo, se convirtieron en envenenadoras gastronómicas. En los márgenes de la historia o en el centro de la morbosidad colectiva, las asesinas despiertan una mezcla incómoda de fascinación y repulsión. Hay en ellas algo que desconcierta: no matan por impulso, sino con método y engaño. No lo hacen con cuchillos ni disparos, sino con cucharas, jaleas, infusiones… Lo doméstico es su camuflaje perfecto.
Lucrecia Borgia es, quizás, la envenenadora más célebre de la historia occidental, al menos según la literatura. Hija del que fuera luego el papa Alejandro VI, su figura quedó envuelta en una densa niebla de poder, belleza y crimen. Aunque la historiografía contemporánea ha relativizado su participación directa en los asesinatos atribuidos al clan Borgia, la leyenda persiste: copas de vino con cantarella, anillos huecos llenos de veneno, banquetes donde el amor y la muerte compartían mesa. Se le atribuyen, con mayor o menor evidencia, la muerte de rivales políticos y la de su segundo marido, asesinado misteriosamente. Lucrecia encarna ese arquetipo persistente de la mujer refinada que mata sin mancharse, y cuyo poder se ejerce desde lo íntimo y lo invisible.
El cine ha retomado esta figura simbólica en diversos registros: en Phantom Thread (El hilo fantasma, de Paul Thomas Anderson, 2017), Alma, una joven que parece frágil, envenena al diseñador que la domina y lo hace con un sabroso omelette. En otro tono, Arsénico y encaje antiguo (Arsenic and Old Lace), la pieza teatral de Joseph Kesselring estrenada en 1938, muestra a dos viejas hermanas, las Brewster, que envenenan a sus inquilinos desvalidos ofreciéndoles licor con arsénico. La obra fue llevada al cine como comedia negra, en 1944, por Frank Capra.

La relación entre comida, veneno y supuesto afecto también aparece, con sutileza y tensión en La ceremonia (Claude Chabrol, 1995), donde la preparación del té se vuelve preludio de una venganza larvada. Una taza humeante, un trozo de torta, un gesto amable: el crimen no siempre entra por la fuerza; a veces se sirve en bandeja.
La literatura ha hecho de estas figuras una galería fascinante. Incluso en los relatos infantiles como el de Blancanieves —leyenda antigua que dan forma los hermanos Grimm en 1812 y que es retomada en diversas adaptaciones fílmicas como la reciente de Disney (2025) con guion de Greta Gerwig (Barbie) y Erin Cressida Wilson. El relato cuenta la historia de la joven princesa a quien su malvada madrastra ofrece una manzana roja, brillante, tentadora… y envenenada. Por suerte, el amor la devuelve a la vida. Este cuento infantil instala tempranamente el arquetipo de la mujer que mata sin cuchillo para ostentar su poder. En los cuentos de Patricia Highsmith —especialmente en Pequeños cuentos misóginos—, el asesinato aparece como una consecuencia lógica, casi elegante perpetrado por mujeres que se sienten acorraladas. En “La coqueta” leemos: “Yvonne intentó envenenarle poniéndole arsénico en las tazas de chocolate”.

La señora Dalloway, de Virginia Woolf, no mata a nadie, pero su figura está rodeada de una estética tan refinada como ambigua. En la literatura argentina contemporánea, Mariana Enríquez construye más de una mujer siniestra, que encarna el poder oscuro, el deseo de venganza, la violencia contenida.
En la ficción —como en la vida— estas mujeres habitan un mismo arquetipo: la asesina silenciosa. No dejan rastros de sangre. Envenenan. Hacen del crimen una ceremonia secreta. Sirven té y ofrecen tartas tibias. Mientras que en el imaginario de lo masculino el crimen es rápido, brutal, expansivo, en el femenino se filtra el tiempo: la cocción lenta, la espera, la dosis exacta. De a poco… Por eso estos relatos sobreviven: porque obligan a mirar con sospecha hasta una simple tarta de manzana recién salida del horno.
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