¿Qué ocurre cuando un personaje logra escapar de las páginas que lo encerraban y se atreve a hablarle al autor que lo condenó? Esta entrevista literaria —construida con ayuda de inteligencia artificial y una relectura de Madame Bovary y el ensayo La orgía perpetua de Vargas Llosa— imagina ese encuentro imposible entre Emma y Flaubert. Ella, lúcida y herida, ya no busca justicia sino palabra propia. Él, fatigado de sí mismo, la escucha por primera vez. Entre ambos, se teje un diálogo íntimo y feroz que ilumina la actualidad de un clásico y la vigencia del deseo femenino en la literatura..
Emma: Monsieur Flaubert… ¿me reconoce?
No le hablo desde el frasco de arsénico. Le hablo desde las páginas donde me dejó encerrada. Usted dijo: “Madame Bovary, c’est moi”. Permítame dudarlo. ¿De veras habría soportado usted mi jaula, mis domingos sin amor, el bostezo de una vida que ni siquiera era suya?
Flaubert: Emma… no puedo negarle nada. Pero le aseguro que la escribí con una precisión que me dolió en el cuerpo. Cada frase suya me costó una fiebre. No es fácil inventar a alguien que desea tanto.
Emma: No se trata de lo que deseaba. Se trata de cómo me castigó por desear. ¿Era necesario que el precio fuera la humillación, la ruina, la muerte? ¿Acaso el adulterio masculino en su mundo merece esa clase de condena? Usted me dio libros, me dio óperas, me dio sueños. Y después me los cobró uno por uno.
Flaubert: Porque en mi época, una mujer que leía era peligrosa. Y usted lo sabía. Se educó entre novelas sentimentales y quiso vivir como si esas historias fueran ciertas. No hay crimen en eso. El crimen, si acaso, fue querer vivir.
Emma: Lo confirma: me hizo morir por querer vivir. Me llenó de palabras y me dejó sin mundo. Me hizo lúcida. Eso fue lo peor. No fui ignorante. Fui trágica. Supe lo que perdía mientras lo perdía. ¿Usted cree que yo no sentía la asfixia cada vez que Charles me hablaba de trivialidades, mientras mi alma se revolvía en su ataúd? ¿Cree que no me dolía fingir que era feliz?
Flaubert: Usted habitaba un cuerpo femenino con conciencia literaria. Era peligrosa para todos, incluso para usted misma.
Emma: ¿Y por eso debía morir? ¿Por pensar demasiado, por sentir demasiado? Su ironía me rodea en cada párrafo. ¿Fue suya esa risa amarga que se escucha cuando acarreo deudas, cuando me humillo, cuando ruega el notario por mí como por una histérica?
Flaubert: Fue la ironía lo que protegió al pathos. Así lo dije en mis cartas: “La ironía subraya el aspecto patético”.
Emma: A mí no me protegió. Me exhibió. Me convirtió en lección, en vitrina de escuela. ¿No le parece irónico que mi historia se lea aún hoy en aulas donde las niñas deben pedir permiso para alzar la voz?
Flaubert: Si pudiera reescribir su destino, ¿qué final elegiría usted?
Emma: ¿De verdad quiere saberlo?
No muero. Enveneno a Charles. Muy despacio. Día tras día. No por odio, sino por asfixia. Él no escucha, no entiende, no ve. Me deja morir en vida, y yo devuelvo el gesto. Luego vendo la casa, me instalo en París. Me corto el cabello. Escribo bajo seudónimo. Soy crítica teatral. Bebo en cafés donde nadie me conoce. Tengo amantes que no me piden promesas. Me llaman madame, pero ya no soy de nadie.
Ese habría sido mi final. Un escándalo menor. Una libertad mayor.
Flaubert: ¿Y habría sido feliz?
Emma: No. Pero habría sido mía. No la suya.
Flaubert: Tal vez la historia no estaba lista para una mujer así.
Emma: Tal vez la historia sigue sin estarlo. Usted me juzgó con el bisturí del médico que fue su padre. Me abrió en canal y exhibió mis entrañas ante el tribunal. Y no solo el tribunal literario. Me llevaron a juicio, ¿recuerda? Pero no fue por mí. Fue por usted. Usted se salvó. Yo no.
Flaubert: Yo también fui condenado, Emma. Solo que me absolvieron.
Emma: A mí no. A mí me dejaron morir sola, en una cama que ya no era mía, mientras un ciego cantaba coplas obscenas en la calle. ¿Quién escribe una escena así para una mujer que solo quiso un poco de belleza?
Flaubert: Tal vez un hombre que no supo escribir la felicidad.
Emma: O que temía que una mujer pudiera vivirla.
Flaubert: ¿Me odia?
Emma: No. Pero no me compadezca. Eso también sería suyo. Yo ya no quiero pertenecerle. Ni siquiera como personaje.
Flaubert: ¿Sabe que Vargas Llosa la amó? Dice que su muerte le salvó la vida. Que cada noche se consolaba con su tragedia para no matarse él.
Emma: ¿Y a eso llaman literatura? ¿A que yo muera para que otros vivan? ¿No cree que también yo merecía una salvación? Al menos una calle con sombra, un domingo sin tedio, una mirada que me viera.
Flaubert: Usted tuvo algo más raro: lectores. Siglos después, aún la leen. Aún la escuchan.
Emma: Eso no me devuelve la vida. Pero al menos me da esta conversación.
La entrevista se extingue como una vela en una noche de provincia. En algún rincón de la literatura, Madame Bovary deja de ser personaje para convertirse en palabra viva. Esta vez, Flaubert la escucha. Y ella se marcha. No al cielo ni al infierno, sino a esa “azulada comarca donde las escalas de seda se columpian entre el hálito de las flores y la claridad de la luna”.
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