Hay libros que esperan décadas antes de encontrar a sus lectores. Hay textos que quedan en penumbra antes de dar con sus editores. Este recorrido reúne historias de autores que alcanzaron la fama en la vejez, recordándonos que el talento no tiene edad o que puede quedar oculto por décadas. Las palabras, como ciertas flores, pueden abrirse incluso al borde del invierno.
Por Teresa Teramo
No siempre el reconocimiento acompaña el talento. Hay personas que escriben desde jóvenes, con una voz ya definida, pero que deben esperar décadas —a veces una vida entera— para que sus libros sean leídos, celebrados o siquiera publicados. No se trata de una falta de vocación o genio, sino de algo más esquivo: un concurso literario, la mirada de un editor, la escucha de un lector atento, el azar… La vejez, entonces, lejos de ser el epílogo, se convierte para algunos escritores en el punto exacto donde su obra encuentra por fin su lugar en el mundo.
Miguel de Cervantes Saavedra tenía 58 años cuando publicó El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en 1605. Aunque esa edad ya no se asocia necesariamente con la vejez, en el siglo XVII era una excepción: la esperanza de vida no superaba los 60 años. Antes de crear al caballero de la triste figura, Cervantes había tenido una vida errante y accidentada. Soldado en la batalla de Lepanto —donde perdió el movimiento de su mano izquierda—, prisionero durante cinco años en Argel, recaudador de impuestos, encarcelado más de una vez… La literatura parecía un sueño lejano. Su Galatea (1585) tuvo escaso eco. Sólo con el Quijote, dos décadas más tarde, alcanzaría la posteridad. Y lo haría con una obra que, tras la Biblia, es la más traducida del español en la historia.
Doscientos años después, Daniel Defoe seguiría una ruta parecida. También tenía casi 60 años cuando publicó The Life and Strange Surprising Adventures of Robinson Crusoe (1719), considerada la primera novela inglesa, que lo llevaría a la fama. Antes de ese éxito, había escrito poemas, panfletos satíricos —que le valieron la cárcel y el repudio público— y varios ensayos. Robinson Crusoe, basada en el naufragio de Alexander Selkirk, inauguró una nueva forma de narrar. Luego escribiría más de treinta libros, aunque ninguno tan popular como el del náufrago solitario.
El siglo XX no fue ajeno a estas tardías consagraciones literarias. José Saramago tenía unos 58 años cuando publicó Levantado del suelo (1980), novela que lo consolidó en el panorama literario portugués. Si bien ya había publicado poesía y una novela ignorada, hubo un hiato de veinte años en su carrera, que él explicaba con sencillez parafraseando a Wittgenstein: “No tenía nada que decir, y cuando no se tiene nada que decir, lo mejor es callar”. Desde entonces, escribió sin pausa y recibió el Nobel en 1998. Murió en 2010, a los 87 años, con más de 50 libros publicados.
El caso de Laura Elizabeth Ingalls Wilder (1867-1957) es aún más singular. A los 65 años publicó La casa de la pradera, basada en sus memorias de infancia en el Oeste estadounidense. Antes, había enfrentado la muerte de su hijo, la parálisis de su esposo, un incendio, una sequía devastadora y la pobreza. Recién entonces pudo narrar su historia, que inspiraría décadas más tarde la serie de nueve temporadas La familia Ingalls. Vivió veinte años más y fue leída por millones de niños. Tres años antes de su muerte, a los 87 años, recibió el Children’s Literature Legacy Award.
Frank McCourt, nacido en Irlanda y criado en Nueva York, tenía 66 años cuando sorprendió al mundo con su primer libro: Las cenizas de Ángela (1996), un relato autobiográfico de su infancia marcada por la miseria, el alcoholismo y la pérdida. El libro ganó el Pulitzer, fue adaptado al cine en 1999 por Alan Parker y se tradujo a más de veinte idiomas. Aun enfermo, McCourt siguió escribiendo hasta su muerte en 2009.
Hay casos, sin embargo, en que el reconocimiento llega cuando el cuerpo ya no puede celebrarlo. El español Alberto Méndez Borra publicó su único libro, Los girasoles ciegos, a los 63 años, en 2004. Murió de cáncer ese mismo año. No llegó a ver cómo su libro —cuatro relatos ambientados en la guerra civil española— se convertía en un fenómeno editorial y ganaba el Premio Nacional de Narrativa en 2005. El último relato fue llevado al cine en 2008 por José Luis Cuerda con guion de Rafael Azcona.
Y si hablamos de sorpresas tardías, es imposible no mencionar a la argentina Aurora Venturini (1922-2015). Profesora de Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de La Plata, diplomada en Psicología por la Universidad de París, traductora y docente, pasó décadas fuera del radar del canon literario argentino. En 2007, a los 85 años, se presentó con el seudónimo de Beatrice Portinari a un concurso literario y ganó el Premio Nueva Novela de Página/12 con Las primas, un texto desbordado, calificado de “feroz” e “inteligente”, oscuro, inclasificable. La crítica la celebró, Mondadori quiso reeditar su obra anterior y los lectores la descubrieron como un secreto bien guardado. A partir de entonces, su figura ganó un lugar en la narrativa contemporánea.
La escritora húngaro-italiana Edith Bruck (1931), sobreviviente de Auschwitz, publicó su primer libro en los años cincuenta, pero recién en 2021, a los 89 años, recibió un amplio reconocimiento con Il pane perduto (El pan perdido), novela autobiográfica sobre el abandono, la identidad y el exilio, al ganar nada menos que el Premio Strega Giovani (Strega Joven).
Estas historias nos recuerdan que nunca es demasiado tarde. Un libro escrito a los 65, a los 70, a los 85 años puede iluminar zonas nuevas de la literatura, abrir caminos, conmover a generaciones. La vida, a veces tan implacable, también sabe ser generosa con los que escriben sin esperar nada a cambio. ¿Y si lo mejor aún no sucedió? ¿Y si, después de todo, todavía estamos a tiempo? ¿Cuántas voces quedan todavía por descubrir? ¿Qué otras obras se están escribiendo ahora, en silencio, a las sombras, mientras el mundo mira hacia otro lado?
En la mitología clásica, la Fama era una criatura alada, cubierta de ojos y lenguas, ambigua, veloz, que traía la gloria o el escarnio, sin distinguir entre la verdad y el rumor. Su visita —tan caprichosa como la inspiración— tal vez no garantice la eternidad. Pero puede, al menos, devolver algo de justicia al paso del tiempo. La buena literatura quedará alimentando el imaginario de generaciones. Aurora Venturini, al final de sus días decía: “Tengo fe. Porque sé que hay algo más, que acá no se termina. Que ahí nomás estirando el brazo está lo otro. Les aconsejo que cuando se les caiga el alma y sientan que están por morirse, se agachen, la levanten y se la pongan de nuevo. Fue lo que hice”. Comenzar y recomenzar -escribir y reescribir- hasta el último momento. Así, como los jardines en primavera.
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