Una partida de truco, un apagón sorpresivo, una extraña nevada y el mundo que se rompe. Así comienza la serie El Eternauta (Bruno Stagnaro, Netflix 2025). La adaptación actualizada de la historieta de Oesterheld y Solano López —publicada en 1957— articula una poética de la memoria y el “nosotros”. El truco en este contexto no es solo un juego de cartas: cifra una forma argentina de enfrentar la incertidumbre desde lo íntimo, con astucia, códigos y una estrategia compartida.
Por Teresa Teramo
Un grupo de amigos juega al truco en una casa del conurbano bonaerense. Afuera, de noche, empieza a caer una extraña nevada. Esta escena, ubicada justo antes del colapso, cumple una doble función: introduce el tono de intimidad y cotidianidad que caracteriza al relato, y también proyecta una clave simbólica que lo atraviesa de principio a fin. El truco, juego de cartas profundamente arraigado en la cultura argentina, funciona como una metáfora de la estrategia, la astucia y la resistencia colectiva frente a lo imprevisible. No se trata de una escena costumbrista, sino de una verdadera anticipación simbólica del conflicto: es el último acto de humanidad compartida antes del desastre. Y, como en el truco, los protagonistas deberán fingir, leer señales, resistir, mentir con elegancia, gritar con complicidad “envido” o detenerse con un “no quiero”.
El truco, entonces, en la serie, no es solo una representación de este juego criollo. Da una clave de lectura. Es la insinuación de que, incluso frente a lo inimaginable, hay margen para la astucia; que la resistencia también puede tomar la forma de una seña mínima, de un código compartido, de una mentira piadosa que se lanza para proteger al compañero. Y que, como en el truco, a veces en la vida hay que jugar con lo que se tiene… y otras, con lo que se finge tener.
Como fenómeno cultural, el truco articula un saber compartido por generaciones, donde el valor no reside únicamente en las cartas que se poseen, sino en la capacidad de leer al otro, engañar con elegancia, sostener una mentira con convicción o retirarse a tiempo. Esa lógica resulta especialmente pertinente para pensar la dinámica narrativa de El Eternauta. Frente a una amenaza exterior desconocida e invisible, los personajes no cuentan con tecnología avanzada ni información precisa, sino con recursos mínimos, decisiones situadas y vínculos de confianza: elementos que remiten directamente a la lógica del juego. Así como en el truco se gana en equipo, en la historieta y la serie los protagonistas solo sobreviven en la medida en que actúan colectivamente.
Del yo al nosotros: salvarse en equipo
Stagnaro sigue los planteos de Oesterheld, quien propone una figura del héroe que se aparta del individualismo clásico. La heroicidad, en su narrativa, se define en clave comunitaria: no hay un salvador solitario, sino un nosotros que se organiza, se cuida, se sacrifica. Así como en el truco se gana en pareja, en El Eternauta no hay héroes individuales: hay una comunidad, un entramado de vínculos, un nosotros que resiste. El protagonista —Juan Salvo (Ricardo Darín), pero también Favalli (el uruguayo César Troncoso), Pablo (Arón Park), Lucas (Marcelo Subiotto), Elena (Carla Peterson), Ana (Andre Pietra), Clara (Mora Fisz) y tantos otros— solo puede sostenerse en la medida en que se aferra a ese vínculo fraterno, a ese pacto tácito que los une frente a lo desconocido. Como en una partida de truco, la confianza y la traición, el riesgo y la complicidad, son dimensiones que definen el destino.
Los invasores, llamados “Ellos”, actúan a través de mediaciones: cascarudos, hombres-robot, colaboradores humanos. El conflicto se da, entonces, en un nivel donde lo visible es siempre signo de otra cosa, donde la verdad debe adivinarse y la supervivencia depende de una lectura precisa del entorno. Como en el truco, cada movimiento puede ser una señal, o una apuesta desesperada. En ese sentido, el juego que abre la narración es también una anticipación formal: en El Eternauta, se juega por la vida, y cada jugada es una forma de resistencia.
Una extensa tradición narrativa, pero anclada en lo local
Este recurso narrativo —el de comenzar con una escena íntima, lúdica o cotidiana antes del estallido de lo extraordinario— no es exclusivo de El Eternauta. Se encuentra también en obras emblemáticas de la ciencia ficción y el cine distópico. En La guerra de los mundos (H. G. Wells, 1898), varias veces llevada al cine, la vida rural inglesa es interrumpida por la súbita caída de un cilindro extraterrestre, mientras que en la película Señales (M. Night Shyamalan, 2002), la vida familiar en una granja se ve trastocada por una invasión alienígena que se insinúa en los pequeños gestos cotidianos. En Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963), adaptación del relato de Daphne du Maurier (“Los pájaros” 1952), el ataque se desencadena en medio de situaciones comunes: un picnic, una clase en una escuela rural, una conversación en el bar del pueblo. Incluso en ficciones literarias como The Road (La carretera) de Cormac McCarthy (2006), se alude al pasado cotidiano —comidas en familia, partidos de béisbol, juegos infantiles— como una memoria que sobrevive a la catástrofe. En todos estos casos, como en El Eternauta, la irrupción de lo extraordinario corta una escena de normalidad, muchas veces atravesada por el juego o la rutina, y esa fractura súbita intensifica el contraste entre el “antes” y el “después”.
. En una historia de ciencia ficción —género a menudo asociado con escenarios extranjeros o futuros lejanos—, el truco trae de golpe la tierra firme: Buenos Aires, el barrio, la sobremesa, los amigos, la familia, la charla con mate de por medio, unos tragos… La catástrofe, entonces, no ocurre en Marte ni en una galaxia lejana: cae sobre una casa donde se juega al truco, donde hay olor a café recién hecho y discusión por un “envido” y “quiero”.

La fuerza del incipit
Antes de la escena del truco en casa de Favalli, tal vez a manera de prólogo, la serie abre con una situación un tanto desconcertante: en un velero tres adolescentes amigas comparten un momento de diversión y descanso a unas millas de la costa. Ríen, charlan del futuro, de las próximas vacaciones, de la partida de una de ellas a otra ciudad… Salen a cubierta y alzando las copas dicen: “Brindemos por todas las cosas hermosas que nos esperan”. De pronto, un fenómeno extraño mueve el agua y el cielo se pone verde fluorescente. Una sola logra salvarse al refugiarse dentro del camarote al que había bajado para accionar el ancla. El peligro se vuelve inmediato. Sus amigas mueren. La escena se corta ahí. Esta elección narrativa invierte el orden de presentación respecto a la historia principal, que comienza en la casa, con los adultos y la partida de truco. ¿Por qué entonces abrir con Clara —luego nos enteramos que es la hija de Juan y Elena, los protagonistas— y sus amigas?
Al situarlas en el comienzo, la serie dramatiza con más fuerza el quiebre: lo que se interrumpe no es solo la vida presente, sino la posibilidad misma de futuro, y a la vez instala el tono emocional desde el primer plano. Ver la amenaza desde los ojos de Clara, una adolescente alejada del mundo adulto, genera identificación universal inmediata. No sabemos aún quién es Juan Salvo pero luego empatizamos con su pérdida —una hija, un lazo roto, un amor en suspenso—. Cuando vemos a Juan en la partida de truco, la escena previa ya nos acompaña: su hija —y su desesperación— tiene rostro para él y para nosotros espectadores.
Asimismo, Stagnaro —y en esto se distancia de Oesterheld y Solano López— parecería querer dar protagonismo a la figura femenina desde el inicio. Decisión que refuerza el carácter coral y afectivo de la historia. También de esta manera instaura el eje de la búsqueda: es un padre que quiere reencontrarse con su hija. La catástrofe, así, no es solo exterior: es emocional, relacional, íntima. Incluso para lanzarse a esa búsqueda primero se reencuentra con su ex-mujer y, juntos, reinstauran un vínculo perdido.

Reformulaciones del héroe
En la adaptación de Bruno Stagnaro, el personaje de Juan Salvo sufre una serie de desplazamientos significativos que enriquecen el sentido del relato original. Ya no es simplemente un padre de familia enfrentado a lo desconocido: ahora es también un veterano de Malvinas, alguien que ya ha sobrevivido a otra guerra, y que carga sobre el cuerpo y la memoria la experiencia del trauma. Esa biografía silenciosa espesa su vínculo con la amenaza exterior: no se trata solo de sobrevivir, sino de no repetir el olvido. Además, su hija Clara deja de ser Martita, la niña pequeña del cómic, para convertirse en una adolescente con autonomía, voz propia y agencia narrativa: su desaparición es lo que moviliza al protagonista a enfrentar la nieve mortal. Estos desplazamientos no son detalles accesorios, sino verdaderas reformulaciones del eje dramático: desplazan la épica hacia lo íntimo. El Eternauta de Stagnaro es un hombre común narrando desde el dolor y desde el vínculo, en una Buenos Aires reconocible donde la ciencia ficción no borra lo real, sino que lo intensifica.
Cartografía del desastre
La apuesta por lo local también se manifiesta en las elecciones espaciales de la serie. El Eternauta no transcurre en un lugar indeterminado, sino en escenarios que cualquier espectador argentino puede identificar. La Panamericana, el Camino del Buen Ayre, estaciones de tren, la parroquia del barrio, autopistas que conectan la capital con el conurbano, grandes shoppings, la escuela… son espacios reales que enmarcan lo extraordinario, reforzando la tensión entre la vida cotidiana y la catástrofe. Las locaciones, que en otras narrativas podrían parecer algo secundarios o neutro, aquí se cargan de sentido de lo propio. La ciencia ficción no borra la geografía, y es en ese contraste entre el supermercado y el silencio apocalíptico, entre el tren suburbano y los cascarudos gigantes, donde la serie encuentra su tono inquietante.
Borges y el conjuro criollo
Y ya que hablamos del truco como clave cultural en El Eternauta, es imposible no mencionar lo que escribe Borges en El idioma de los argentinos, allá por 1928. En ese breve ensayo —amalgama de reflexión filosófica y crónica de costumbres— Borges no se detiene en las reglas del juego, sino en su aura. Dice que “cuarenta naipes quieren desplazar la vida”. El truco no es simplemente un pasatiempo: es un “ritual”, “un conjuro”, “una forma criolla de espantar la realidad”. El juego, en ese mundo de cuarenta cartones pintados y gestos se vuelve una patria mínima. Porque ese mundo paralelo —poblado por el envido, la flor, el retruco— es un modo de suspender el mundo exterior, de volverlo soportable, al menos por un rato. Borges percibe en el truco una dimensión metafísica: una repetición ritual de gestos y frases que no hacen más que recordar vivencias pasadas., con la posibilidad de volver a empezar con otra mano y tener mejor suerte. “Generaciones ya invisibles de criollos —escribe— están como enterradas vivas en él”. En ese sentido, la noche de truco que inicia la trama de El Eternauta no es un simple guiño, sino una escena cargada de sentido. Es, como dice Borges, una pausa frente al “jaque mate de la vida”. Jugar al truco es habitar una patria hecha de dichos, señales, picardías, pequeñas traiciones. Es una forma de resistencia. Porque —como concluye Borges— “Cuarenta naipes bastan para conjurar el vivir común”.
Contar es recordar y resistir
El Eternauta no es solo una historia de ciencia ficción; responde a preguntas esenciales:¿Qué hacemos cuando el mundo se rompe? ¿Cómo actuamos cuando ya no hay certezas? La nevada, los “Ellos”, la desaparición del entorno conocido, todo funciona como un experimento ético. En ese paisaje arrasado, la grandeza no se mide en hazañas individuales, sino en la capacidad de cuidar al otro, de sostener un “nosotros” aún en el miedo.
En la escena fundante del cómic, el Eternauta aparece en la casa de un escritor. Lo interrumpe en su rutina de escritura. Se materializa en medio de su mesa de trabajo, con el rostro marcado por la intemperie. Ha llegado para contar lo que vivió. No busca consuelo, ni fama. Busca un interlocutor. Busca a alguien que escuche y escriba. Porque mientras alguien cuente, mientras alguien reciba la historia y la haga durar, todavía habrá una forma —aunque sea mínima— de resistencia y de memoria.
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