Hoja por Hoja

Proyecto editorial & Revista literaria online

Dulce Engaño / Por Teresa Téramo

Edda Gibson. Investigaciones privadas. Seguimientos. Búsqueda y verificación de hechos.

Había heredado de su padre el oficio y la oficina, que quedaba al Oeste de Londres, en el primer piso de Carnaby Street en esquina con Marlborough Court, mucho antes de convertirse en peatonal y poblarse de tiendas mod. El entorno le sentaba muy bien a su padre, amante del jazz, de la ropa informal y de su Scooter color pastel. Ella hubiese preferido mudarse pero, en una ciudad para algunas cosas tan tradicional como Londres, las mujeres investigadoras privadas eran menos preferidas que sus colegas masculinos y los trabajos que le llegaban le permitían a gatas mantenerse, y no la dejaban ahorrar y mudarse a un distrito más seguro como Kensington, donde vivía su prima Ana, o más alejado del ruido como Charing Cross, entorno ideal para un espíritu romántico, y no tan bohemio, como el de ella. Eso sí, amaba su trabajo y, sin duda, entre las mujeres era la mejor. Stacy se estiró en el sillón, dio un gran bostezo y ronroneó cuando sonó el teléfono, que hacía rato Edda andaba buscando y que apareció debajo del almohadón del sofá.

—¿Investigaciones privadas?

—Sí.

—Necesito contratar un servicio. Me dieron su número y no sé si ahora que estamos en cuarentena

puede…

—Trabajamos más allá de las inclemencias del tiempo, calamidades y protocolos sanitarios.

—Perfecto, es que mi mujer…

—Lo engaña.

—Sí, sí… Desde hace 197 días, en que estamos más juntos que nunca, empecé a notar cosas raras, un gran

distanciamiento, más llamadas, reuniones…

—Usted… ¿sale para algo?, ¿es trabajador esencial?

—Trabajo ahora en casa, ella también. Solo salgo de vez en cuando si me hacen algún pedido.

—¿Pedido de qué?

—De miel.

—Apicultor.

—No precisamente. Bah, tengo colmenas en el fondo de casa; en realidad soy productor musical y trabajo promocionando grupos under de rock, pero desde que empezó el aislamiento social, preventivo y obligatorio, se cerraron los teatros, se suspendieron los conciertos y ni siquiera las bandas clandestinas mantuvieron su clandestinidad.

Disminuyó tanto el trabajo que pasé de producir músicos a producir miel…

—Todo un emprendedor.

—Sí, sí. Digamos que el hobby se transformó en trabajo en este 2020 tan extraordinario. Descubrí además

que las abejas son mucho más dóciles, puntuales y ordenadas que los músicos alternativos. Y es más, se puede hacer con ellas mejor ganancia si uno las cuida. No protestan, no exigen pagas ni se drogan.

—Bien, ya veo… ¿y su mujer qué hace?

—Es docente, profesora de Música. Nos conocimos justamente en el coro de la abadía de St. James’s hace unos diez años. Ahora está dirigiendo uno virtual y da clases de piano de manera remota. Pero… está rara, muy rara y sospecho…

—Que lo engaña. Y dígame ¿con quién estoy hablando?

—Cierto, disculpe. Soy Ed Cartwright. Mi mujer se llama Linda. Vivimos en Abbey Road. Nos mudamos

aquí cuando comencé a promocionar las bandas a mayor escala y a dedicarme a la miel. Necesitaba una casa con fondo y nos encantó esta por las glicinas que son las delicias de mis abejas. 27 de Abbey Road, si viera mis glicinas.

Linda es alérgica a los jazmines y hubo que sacarlos.

Una pena. Eso fue el principio de las discusiones, sabe.

La abejas necesitan flores. El negocio es complejo…

—¿Y tiene alguna idea…?

—Bueno, he hecho algunos cursos online sobre mantenimiento de colm…

—¿…alguna idea de cómo o con quién lo engaña?

—No estoy del todo seguro. Verá, la noto distante, temerosa y hasta feliz de que me ausente de la casa para hacer algún envío. No quiere ayudarme con los panales y se la pasa todo el día frente a la pantalla con los auriculares puestos. Intuyo que alguien entra. Y… verá… me preocupa que pueda traer de la calle el virus. Soy persona de riesgo. Stacy ronroneó durante toda la conversación de Edda con Cartwright. Parecía divertido y se relamía en el sillón, imaginando tal vez un tazón de leche tibia y miel.

II

El teléfono sonó en el 27 de Abbey Road a las tres de la tarde. Como era de suponer atendió Cartwright. El

caso estaba resuelto.

—Mire Mr… Ed, he estado desde hace varias semanas interceptando las llamadas, vigilando la entrada a su

casa con tres drones, uno de ellos equipado con distanciómetro láser y cámara periférica 360, observando además la cuenta hackeada de mail de Linda, y puede quedarse tranquilo de que es más fiel que su abeja reina. Sin zánganos cerca. Puede salir cuantas veces sea necesario sin temor alguno.

Ed habló un buen rato, mientras Edda, indiferente, lo escuchaba preparándose una taza de té en la cocina.

Pensaba en Linda, en los problemas imaginarios de Ed que pueden ser sofocantes y más pegajosos que la miel. Mientras lo escuchaba, se le representaba Ed vestido con un largo blusón amarillo dando pasos de baile entre sus abejas, contándolas: “Tres y dos cinco, y cinco, diez, y diez más, veinte… Tres y dos cinco…”, así como el viejo Argán contaba su dinero y sus pastillas recetadas por Purgón, sufriendo, inventándose dolencias que enrarecen el ambiente y enferman a los demás. La vida tiene algo de comedia a lo Molière. Recordó la vez que vio esa obra, cuando era chica, junto a su padre. Qué impresión entrar al palco, la sala oscura y esos personajes coloridos que daban vida a una historia sobre la que todos fijaban la mirada, en silencio y la sonoridad final de los aplausos.

A partir de ahí siempre quiso volver a la magia del teatro. Aquella vez no había entendido mucho, pero se le había quedado grabado el personaje tan ridículo, fabulador y prepotente de Argán, que terminó como el burlador burlado.  Personaje paradójico Ed, que quiere y martiriza a los suyos, obstinado como el protagonista de Molière, en su obsesión.

Stacy se paseaba por la baranda del balcón y trataba de pescar una mariposa que se divertía yendo y viniendo, probando el equilibrio del gato.

III

—Gracias, Sra. Gibson, logró venderle miel al colmenero.

Estoy en deuda.

Linda colgó y siguió con su clase de piano a la distancia. Había clavado el aguijón perfectamente. Su marido estaría más tranquilo, no sospecharía. Linda tampoco había sospechado, antes del encierro, de las recurrentes obsesiones que empezaron siendo pequeñas manías y la fueron distanciando. Al principio todo parecía enmascarado por los cuidados de pandemia: abrir las puertas con el codo, lavarse insistentemente las manos, pasar el trapo por todas partes… y después que si las puertas de la colmena estaban bien cerradas, que si las plantas del jardín hidratadas, que los frascos limpios, bien limpios,

con etiquetas pegadas a la misma altura… Y las abejas empezaron a desplazar a sus músicos, sus reuniones con las bandas; eran más controlables, decía… Y la miel volvió pegajoso todo.

Edda revisó su cuenta y vio los dos nuevos depósitos. 

Devolvió a Linda el monto que le había enviado. Era algo que hizo de mujer a mujer. Luego se asomó al balcón y le pareció tan extraña la peatonal vacía. Solía ser un verdadero enjambre cada día antes de la pandemia. Stacy había vuelto a su sillón y dormía tranquilo. Le vino al recuerdo, como bocanada de aire fresco, la melodía de Thank You for the Music en la versión de Amanda Seyfried en Mamma

Mia! y así se quedó un rato contemplando caer la tarde. El amor, como la miel, puede tener muchos matices: blanda y transparente, o gruesa y áspera, imposible de derramar en la tostada sobre la mantequilla. Es el complemento perfecto de muchos platos, una alternativa interesante al azúcar y un ingrediente secreto ideal para carnes.

El pato asado con miel y lavanda era una receta que amaba Edda y le recordaba a su abuela. Para que no se eche a perder hay que conservarla a temperatura ambiente, en lugar fresco y seco, y en un tarro de cristal. Aguanta bien el paso del tiempo… si se toman los recaudos apropiados para guardarla. Ah y es importantísimo utilizar una cuchara o palillo de madera para servirla suavemente. El amor tiene sus reglas.


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©Graciela Cutuli


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