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Abuela Ofelia / Por Victoria Rossi

Cada dos meses llegaba la abuela Ofelia desde Misiones. Venía con su valija cargada de paltas, naranjas, pomelos, limones y bolsas de arpillera con yerba. Su llegada era una fiesta. Venía en taxi desde la terminal, directo a casa. Tenía la costumbre de pasar una noche con nosotros antes de desembarcar en su departamento de Belgrano. La abuela vivía en el campo, en Apóstoles, con mi abuelo y mi tío. Era artista, profesora de Bellas Artes y una mujer de avanzada para su época. Le encantaba pintar y pasaba largos períodos en el Sur, recorriendo cuanto pueblo y páramo pudiera, retratando gente.

La abuela Ofelia llegaba a casa impecable. Era una mujer hermosa, aparentaba menos años de los que tenía. No dudo de que antes de tocar el timbre de casa se peinaba y se pintaba los labios con su lápiz colorado (parece que la estoy viendo abrir la boca con ese movimiento que de chica me resultaba fascinante y que ahora yo también repito).

Ofelia traía con ella ese olor a tierra colorada que tanto amaba. Entraba a casa con una sorprendente alegría y esas ganas locas de contarnos todo lo que había pasado en el campo. De a poco, iba abrazándonos, uno a uno, nos tomaba de los hombros y nos estudiaba cuidadosamente, nada se le escapaba.

Una vez que estábamos todos reunidos, abría la valija e iniciaba el mágico ritual de sacar los regalos. Entre su poca ropa y su bolsito de cremas y pinturas, asomaban las frutas, y cosas que traía del campo, cada tanto también hasta acarreaba algún helecho para la colección de plantas de mamá. 

Mientras iba desenvolviendo las paltas, las mandiocas y los mamones, cubiertos con papel de diario, nos contaba cómo estaba mi abuelo y las locuras recientes de mi tío. Siempre traía anécdotas graciosas. Le encantaba hacer una detallada descripción de cómo iban creciendo los yerbatales en los campos o de cómo había estado el clima. También nos contaba cosas de los animales que criaban o sobre las pestes que iban apareciendo con los cambios de estación. Disfrutaba hablar de los tractores que ella misma manejaba y de sus campos de pinos.

Podíamos pasar horas escuchándola. A veces, cuando hablaba de mi abuelo, se ponía triste. Él ya no podía viajar como antes a causa de su enfermedad. Prefería quedarse en el campo, “la gran ciudad” como él la llamaba, lo asfixiaba.

A la noche, la abuela tenía su ritual nocturno: pasaba un largo rato en el baño, delante del espejo, sacándose el maquillaje y limpiándose la cara, dejaba la puerta abierta para que las mujeres pudiéramos pasar y conversar.

La abuela dormía en el cuarto que compartíamos con mis hermanas. Por la noche iniciábamos el ritual  de secretos y de intimidad. Antes de apagar la luz, nos preguntaba qué cuento queríamos que nos contara. Cenicienta era siempre nuestro favorito. El ritual empezaba siempre con la misma frase: “Había una vez, en un país muy, muy lejano una hermosa muchacha llamada Cenicienta”. Yo amaba esa mágica introducción. El cuento seguía pausado y tranquilo, y entre bostezo y bostezo, la voz de la abuela se iba apagando hasta que se quedaba dormida. Creo que nunca llegó a terminar de leer un solo cuento.

Recuerdo con nostalgia que cada llegada de la abuela era un despliegue de rituales que iban ordenando su estar con nosotros: el reencuentro, el abrir la valija, las comidas, las charlas en el baño, los preparativos para ir a la cama, los cuentos. Sin saberlo, estos rituales fueron poblando nuestra infancia de vivencias, de historias construidas a lo largo del tiempo. Así fueron repitiéndose, hasta que un día, la abuela llamó del campo. El abuelo había empeorado, no podía viajar para vernos, la cosa venía para largo. Ese día la casa enmudeció, una tremenda tristeza se filtró por las paredes.

Nada fue como entonces. Pasó un largo año hasta que la abuela pudo volver con su valija y su magia. El abuelo había muerto. La abuela Ofelia ya no era la misma. Al poco tiempo ella murió también, dicen que fue de un infarto, yo creo que de tristeza.

Hoy recuerdo esos días de fiesta que marcaron mi infancia y la llenaron de profunda alegría. A veces, cuando me acuerdo de Ofelia, repaso mentalmente algunos de sus rituales para extrañarla un poco menos y, cada tanto, me encuentro en la cama, antes de apagar la luz, diciendo en voz alta, entre bostezo y bostezo, casi sin pensarlo… “Había una vez…”.


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©Graciela Cutuli


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