Los bomberos acaban de pasar. En dos minutos llegarán a casa pero entonces ya estaré cerca de la estación. Este taxista maneja como una bestia. Pero por una vez no me importa. Cuanto más rápido, mejor. A ver: tengo mi pasaje, mi documento, la tarjeta, plata y mi bolso con algunas joyas y fotos. Estos cretinos ni se imaginan lo que les espera esta tarde, cuando vuelvan a casa. Y sus horribles criaturas tampoco. Qué gran día. Llueve pero no me importa. Seguro que el fuego es como un gran sol que ya irradia sobre toda la cuadra.
Qué placer. Aunque…
Aunque lamento no poder estar y ver la cara de esos conchudos cuando vean su casa en llamas. O mejor dicho en cenizas. Con su pequeña vida de mierda subiendo al cielo con el humo. Que tendrá que ser negro, como negros son los cuatro.
Cuatro pelotudos que me arruinaron la vida. ¿Cuándo se jodió mi hija de tal manera como para engancharse con un imbécil del tamaño de su marido? O mejor dicho de su pareja, porque ni siquiera fueron capaces de casarse. Ni eso. Y en seguida se reprodujeron, como si hiciera falta perpetuarlos a los dos. Bien feos son los chicos. No salieron a Laura, que por suerte se me parece físicamente. Pero salieron bien parecidos al negro ese. Y tienen los mismos deditos cortos y gruesos que parecen chorizos mal cocidos. Un asco cuando vienen a abrazarte con esas extremidades repugnantes.
Repugnantes. Así fueron los tres años que me obligaron a vivir con ellos. Y que soy demasiado vieja para estar sola. Y que empiezo a perder la cabeza. Y que mi casa era demasiado grande para mí sola. Y ñañaña. No quería mudarme y menos todavía para vivir con ellos y su pequeña vida enlatada de empleados municipales. Mismos horarios, mismas manos en el pelo por la mañana antes de que se vayan. Misma mirada condescendiente por la tarde cuando regresaban. “¿Y cómo estuvo todo, abuela, hoy? ¿No está mejor aquí que en su casa? Ahora con este frío sería imposible calentar las piezas de lo grandes que eran”.
Más grandes que las de tu casa eran. ¡Pero menos calcinadas, pelotudo! Ya está la estación. Adiós, chofer. Veinte minutos de espera y sale mi tren. Si me encuentran ahora son mejores que Houdini, pero con su cociente intelectual lo dudo. Seguro que algún vecino ya los habrá llamado y estarán por llegar, si no están plantados detrás del camión de los bomberos.
Me hubiera gustado verles la cara a los cuatro. Y a vos, Laura, espero que estés abalanzándote hacia las llamas, retenida por los policías y gritando: “¡Mamaaaaá! ¡Mamiiiiiii!”.
¡Mamiiii las pelotas! Tres años de martirio con ustedes. Solo se limpia con una buena fogata. No se me ocurrió otra cosa. Hubiera podido dejar el gas, pero quién sabe si un vecino no se hubiera jodido. Sobre todo Doña Carmen. Pobre. Debe estar ella también
llorando frente a las llamas. La escucho como si estuviera a su lado. “Ayyyy, su mamá me llamó hace menos de una hora. Estaba preocupada por una olla con aceite que se prendió fuego. No la vi salir. ¿Habrá podido esconderse en el fondo que tienen ustedes? No la vi salir en ningún momento, debe estar adentro”. No me viste salir, Carmen, porque te llamé desde un bar del centro, el mismo donde esperé el taxi. Salí muy temprano esta mañana, al toque después de que se fueron los cuatro descerebrados. Y si alguien me vio, aunque lo dudo, habrá pensado que regresé a casa durante la mañana. El crimen perfecto. Dos meses pensando en todos los detalles. Hasta dejé la famosa olla sobre el fuego. Seguro la encontrarán entre los escombros. Quién va a dudar de una viejita como Carmen, tan buena.
Tan buena ella, no me habría obligado a dejarlo todo como los cuatro negros esos. Ni tuvieron la bondad de dejarme a mi Chuchi. Llamaron al veterinario delante mío para que le diera una inyección. Porque ellos no quieren perros en su cuchitril. Pierden pelos y los dos fetos son alérgicos. ¿Y el negro no pierde pelo? Se debe estar arrancando los pocos que le quedan… Les quedan años con mi supuesta muerte rondando por la cabeza. Si es que les da. La cabeza. Por fin el silbato. ¡Arrancá, tren! ¡Vamos, vida nueva!
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