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Roberto Arlt en el Diamante del Atlántico

Así contaba el autor de las Aguafuertes porteñas su llegada a Río de Janeiro, pisando el umbral de los años 30.

Ya estamos en Río de Janeiro (Miércoles 2 de abril de 1930)

—Vea la tierra brasileña —me dijo el médico que había sido mi compañero a bordo. Y miré. Y lo único que vi fueron, a lo lejos, unas sombras azuladas, altas, que parecían nubes. Y, mareado, volví a meterme en mi camarote.

Dos horas después

En medio de un mar oscuro y violáceo, conos de piedra de base rosa-lava, pelados como calveros en ciertas partes, cubiertos de terciopelo verde en otras, y una palmera en la punta. Bandadas de palomas de mar revoloteaban en torno.

Un semicírculo de montañas, que parecen espectrales, livianas como aluminio azul, crestadas delicadamente por un bordado verde. El agua ondula aceitosidades de color sauce; en otras, junto a los peñascos rosas, tiene reflejos de vino aguado. Algunas nubes como velos de color naranja envuelven una sierra jorobada: el Corcovado. Y más lejos, cúpulas de porcelana celeste, dados rojos, cubos blancos: ¡Río de Janeiro! Una calle fría y larga al pie de la montaña: el paseo de Beira Mar.

Todo el paisaje es liviano y remoto (aunque cercano) como la substancia de un sueño. Sólo el agua del océano, que tiene una realidad maciza, lame el hierro de la nave y se pega en flecos a los flancos, insistente, y en el anfiteatro de montañas, sobre las que se levantan lisas murallas destrozadas de montes más distantes, se agrisa sobre casitas cúbicas que son el vértice de los conos. Dados blancos, escarlatas, luego el barco vira y aparece un fuerte, igual a una enorme ostra de pizarra que flota en el agua. Sus cañones apuntan a la ciudad; más allá naves de guerra pintadas de azul piedra; banderas verdes, diques, agua mansa color polvo de tierra; una lancha cargada de pirámides de bananas, un negro cubierto de un birrete blanco que rema apoyando los pies en el fondo de la chalupa, minaretes de porcelana, torres lisas, campanarios, acueductos, tranvías verde ciprés, que resbalan por la altura de un cerro. Una calle, sobre el techado de un barrio; en el fondo, un farallón de granito rojo. Casas de piedra suspendidas de la ladera de una montaña; chalets de techo de tejas a dos aguas, una profundidad asfaltada, negra como el betún, geométrica, nuestra Avenida de Mayo. Y arriba, montes verdes, crestas doradas de sol, cables de telégrafos, arcos voltaicos, luego todo se quiebra. Un potrero, dos galpones, una serie de arcos de mampostería que soportan en el ábside los pilares de una segundo piso de arcos. A través de los arcos se distinguen callejuelas empinadas, escaleras de piedra en zig zag. Súbitamente cambia la decoración y es el frente esponjoso de un cerro, dos alambres carriles, un pájaro de acero que se desliza de arriba abajo en un ángulo de sesenta grados, y la perfecta curva de una bandeja de agua…

Parece que se puede estirar el brazo y tocar con la punta de los dedos la montaña perpendicular a la ciudad escalonada en los diversos morros.

Porque la ciudad baja y sube, aquí en lo profundo, una calle, luego, cien metros más arriba, otra; un callejón, un socavón, calveros y altozanos de color pasto, con caries rojizas y mirando a un abismo que no existe. Ventanitas rectangulares de tablas; un bosque de tamarindos, de árboles plumeros, de palmeras, y al costado gradinatas de adoquines, caminos abiertos en tierra color de chocolate, y perfectamente recta la Avenida de Río Branco, la Avenida de Mayo de Río, tan perfecta como la nuestra, con sus edificios pintados de color rosa, de color cacao, de color ladrillo, entoldados verdes, pasajes sombríos, árboles en las aceras, calles empapadas de sol de oro, toldos escarlatas, blancos, azules, ocres, ruas oblicuas, ascendentes, mujeres…

Negros; negros de camiseta roja y pantalón blanco. Una camiseta roja que avanza movida por un cuerpo invisible; un pantalón blanco movido por unas piernas invisibles. Se mira y de pronto una dentadura de sandía en un trozo de carbón chato, con labios rojos…

Mujeres, cuerpos turgentes envueltos en tules; tules de color lila velando mujeres de color cobre, de color bronce, de color nácar, de color oro… Porque aquí las mujeres son de todos los colores y matices del prisma. Hay mujeres que tiran al tabaco rubio, otras al rimmel, y todas envueltas en tules, tules color de clavel y rosa. Tules, tules…

He dado un pálida idea de lo que es Río de Janeiro… el Diamante del Atlántico.


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©Graciela Cutuli


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