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El color del Mediterráneo de Homero

Diez años duró la Guerra de Troya. Y otros tantos tardó Ulises en regresar a Ítaca, allí donde la paciente Penélope tejía de día y destejía de noche esperando que el astuto navegante pusiera nuevamente proa hacia su hogar. En esa década el guerrero griego, que había pergeñado la estratagema del caballo hueco capaz de poner finalmente de rodillas a los troyanos, sufrió toda clase de peripecias: conoció el olvido de la isla de los lotófagos; hirió con coraje al cíclope Polifemo, haciéndole creer que “Nadie” era su nombre y “Nadie” por lo tanto lo había atacado; escapó a pueblos antropófagos; fue retenido por la maga Circe; visitó el Inframundo; fue tentado por el canto de las Sirenas; eludió los peligros de Escila y Caribdis y cayó durante siete años en manos de la ninfa Calipso.

No en vano la Odisea, el relato homérico de sus aventuras -Odiseo es el nombre griego de Ulises- quedó como sinónimo de los mil y un contratiempos que pueden signar la experiencia humana.

En los siglos de perduración literaria de la Odisea son incontables los intentos de fijar el mapa de las aventuras de Ulises. Varias ciudades, islas y territorios en torno al Mediterráneo se atribuyen la gloria de haber dado hospitalidad o haber visto el paso del inquieto navegante: pero sobre todo, es el mar mismo el gran escenario de esta rocambolesca aventura que va desde las alturas del Olimpo -donde los dioses deciden los destinos de los hombres- hasta las profundidades del Hades, la sombría morada de los muertos.

Al Mediterráneo, que los griegos conquistaron fundando ciudades y los romanos bautizaron más tarde Mare Nostrum, “el mar nuestro”, Homero no le da nombre propio: en la Odisea es simplemente “el mar”, o “pontos”. Una palabra que los lingüistas remontan hasta una remota lengua común indoeuropea, con el significado -sin duda apropiado para las aventuras de Ulises- de “ruta” o “camino”. Al fin y al cabo, el Mediterráneo fue la gran autopista de la Antigüedad.

Pero hay un detalle en ese mar que se convirtió en un rompecabezas sin respuesta a lo largo de los siglos. El mar de Ulises -que lo hace naufragar, lo balancea entre los peligros de Escila y Caribdis o le hace perder a numerosos compañeros- aparece con frecuencia en los 24 cantos de la epopeya homérica. Es un mar agitado, anchuroso, oscuro, sombrío, undoso, abundante en peces. y vinoso. O color de vino, una descripción que Homero reitera una docena de veces en la Odisea y que el escritor siciliano Leonardo Sciascia (1921-1989) eligió para titular uno de sus cuentos: “El mar color de vino”, precisamente.

¿Un Mediterráneo rojo?

Y aunque pasaron casi 30 siglos, esas dos palabras aparentemente sencillas -“vinoso ponto”, en griego “oînops póntos”- siguen generando controversia en los viejos y nuevos lectores de Homero.

Más allá de la traducción convencional que le otorga al mar un matiz tinto o violáceo (como en el inglés, “wine-dark sea”) la cuestión tiene sus matices: “oînops” deriva de “óps” (el ojo, el rostro) y alude literalmente un “mar con aspecto o cara de vino”. El “mar color de vino”, sin embargo, es indudablemente más poético y por eso ha sido preferido durante generaciones: para Robert Fitzgerald, traductor estadounidense de Homero, es “inmejorable como expresión romántica”.

Por otra parte, Homero usa el adjetivo “oînops” solo en una ocasión para referirse a algo que no sea el mar: habla de bueyes. ¿Negros? ¿Rojizos? Las traducciones difieren. Lo que es seguro es que no es azul.

Hay una curiosidad más: la traducción “wine-dark sea”, que del inglés pasó a otros idiomas, fue fijada en el diccionario griego-inglés compilado por Henry Liddell y Robert Scott en 1843. Liddell, un reconocido estudioso de la lengua de Homero, era el padre de Alice Liddell, la niña que inspiró a Lewis Carroll “Alicia en el País de las Maravillas”.

La cuestión no podía dejar de llamar la atención a los lectores atentos. El inglés William Gladstone, que fue primer ministro de la reina Victoria, aludió al problema en un libro sobre Homero y la edad homérica, subrayando que en aquel mundo poblado de héroes, dioses, hechiceras y varones de capacidades sobrehumanas no había lugar para la palabra “azul” (kyanós, de donde derivan cyan o cianótico). Aunque los griegos estaban rodeados de un mar azul -si el Mediterráneo era como lo conocemos hoy- no lo describen de ese modo. ¿Y cuál es el motivo?

Gladstone intentó una teoría: tal vez los griegos sufrieran algún tipo de ceguera al color. El neurólogo Oliver Sacks, que estudió varios casos de esta alteración en el siglo XX, la describe como “algo con lo que se nace, una dificultad para distinguir el rojo y el verde, u otros colores, o (muy raramente) una inhabilidad para ver todos los colores, debido a defectos en las células de la retina que responden al color”.

Sacks cita a Gladstone y su teoría, pero si bien reconoce que “hay una considerable variación entre las diferentes culturas respecto del modo en que categorizan y nombran los colores -los individuos pueden ‘ver’ (o categorizar la percepción) de un color solo si hay una categoría cultural o nombre para él- no está claro que dicha categorización pueda realmente alterar la percepción elemental de los colores.

Mark Bradley, profesor de la Universidad de Nottingham, aporta su reflexión sobre el asunto: para él, el problema reside en que Gladstone y otros investigadores intentan mapear los nombres de los colores entre los antiguos griegos apelando a la forma en que hoy entendemos el color. Es decir, el espectro heredado de Newton, donde “podemos cerrar los ojos e imaginar el amarillo, el naranja, el rojo y el azul”.

En cambio los griegos -observa- veían los colores como la capa exterior más visible de un objeto: una mesa entonces no sería marrón sino “color madera”, una ventana sería “color de vidrio”. “Si los colores son las manifestaciones externas de los objetos, entonces la percepción de ese color puede tocar otras ideas, como el aroma, la liquidez, saturación, tacto, textura”. En otras palabras, el mundo antiguo “tenía mayor capacidad para describir de forma sinestésica, entrecruzando varios sentidos simultáneamente”.

Poesía vs. ciencia

Por supuesto, hay otras explicaciones, menos científicas y más poéticas. Son las que recuerdan el rojo intenso que puede adquirir el Mediterráneo a la hora de la puesta de sol, o las que evocan las manchas violáceas que matizan el azul turquesa de la superficie en algunos lugares del sur de Italia, que es precisamente donde la tradición ubica muchas de las aventuras de Ulises. Con ironía, algunos apuntan que si Homero se hubiera referido al rojo del ocaso, las navegaciones de su héroe habrían sido sospechosamente siempre a la misma hora.

El New York Times y la revista Nature también se ocuparon del tema. Hace algunos años, un lector de la revista científica inglesa planteó una hipótesis química, recordando que rara vez los griegos tomaban el vino sin diluir, sino que solían mezclarlo con seis u ocho partes de agua: un agua que, por la geología del Peloponeso, podría haber sido alcalina, “tal vez lo suficiente como para cambiar el color del vino de rojo a azul”.

La idea parece descabellada, pero el vino azul existe. Antiguamente se llamaba en Francia “vin bleu” o “petit bleu” a un vino muy ordinario de tinte violáceo; en la actualidad el vino azul es un invento reciente, creado por un grupo de cinco jóvenes españoles que hace unos años decidieron innovar, dedicaron dos años enteros a investigar y finalmente lanzaron lo que unos saludaron como una creación original, y otros denostaron por romper con la tradición: un vino literalmente azul, que ahora exportan a más de 20 países, incluyendo Francia, la tierra del vino rojo por excelencia.

Este vino azul, tan insólito como la rosa azul de la leyenda china, se elabora siguiendo los métodos tradicionales y mezclando vino blanco y vino tinto junto con un poco de mosto: la curiosa tonalidad se debe a dos pigmentos, la indigotina y las antocianinas (que remiten nuevamente el “kyanós” griego), estas últimas presentes en la piel de las uvas rojas. Si Homero lo hubiera sabido.

Volviendo a la Odisea y su “vinoso ponto”, para P.G. Maxwell-Stuart, que publicó un estudio sobre la terminología griega del color, no se trata solamente de cuestiones cromáticas: “El mar color de vino es turbio, ebrio, turbulento, tal vez violento, peligroso, ‘sangriento’ en el sentido de letal. En muchas ocasiones, el adjetivo se aplica a un mar picado por los fuertes vientos; Ulises lo usa cuando describe cómo escapó de una tormenta en el mar, y en otras ocasiones remite al peligro de ahogarse después de esa tormenta. La traducción ‘color de vino’ no transmite nada de eso, porque solo logra trasladar lo más sencillo, la asociación con el color”.

La complejidad de aquellas dos palabras, entonces, se impone. Y va mucho más allá de los colores, de una eventual marea roja, de una invasión de algas o de un atardecer soñado en el Mediterráneo. Tal vez es Mark Bradley quien llega a la conclusión más abarcativa y simbólica de la descripción de Homero, a quien su legendaria ceguera le hacía ver mejor el corazón de los hombres y las intenciones de los dioses: el mar color de vino -recuerda- aparece después de las tragedias. Aparece en la Odisea cuando Ulises llora la muerte de sus compañeros perdidos en un naufragio; aparece en la Ilíada cuando Aquiles hace el duelo por la muerte de Patroclo: “La idea es que el mar resulta peligroso, es cautivante e intoxica, exactamente como el vino. Es mucho más que un color, es aquello sobre lo cual la metáfora nos alienta a pensar”.

Por Graciela Cutuli. Publicado en La Nación (Buenos Aires) el 8/9/2020


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