Stefan Zweig cuenta en El mundo de ayer: Había conocido en Viena a Sigmund Freud ―ese espíritu grande y fuerte que como ningún otro de nuestra época había profundizado, ampliándolo, en el conocimiento del alma humana―, en una época en que todavía era amado y combatido como hombre huraño, obstinado y meticuloso.
Fanático de la verdad, pero a la vez consciente de los límites de toda verdad, me dijo un día: “Existe tan poca verdad al ciento por ciento como alcohol puro.”
Se había distanciado de la universidad y de sus cautelas académicas a causa del modo impertérrito con que se había aventurado en las zonas terrenales y subterráneas del instinto, hasta entonces nunca pisadas y siempre evitadas con temor, es decir, precisamente la esfera que la época había solemnemente declarado “tabú”. Sin darse cuenta de ello, el mundo del optimismo liberal se percató de que aquel espíritu no comprometido con su psicoanálisis le socavaba implacablemente las tesis de la paulatina represión de los instintos por parte de la “razón” y el “progreso”, y de que ponía en peligro su método de ignorar las cosas molestas con la técnica despiadada de, sacarlas a la luz. Pero no fue sólo la universidad, ni sólo la camarilla de los médicos de los nervios pasada de moda, los que hicieron causa común contra aquel incómodo “intruso”, sino que fue el mundo entero, todo el viejo mundo, el viejo modo de pensar, la “convención” moral, toda la época, que veía en él a aquel que “quita el velo” y eso le daba miedo. Poco a poco se organizó un boicot médico en su contra, él perdió el consultorio y, como no se podían rebatir científicamente sus tesis, ni siquiera sus planteamientos más osados, se intentó liquidar sus teorías de los sueños a la manera vienesa, esto es, ironizando y banalizándolas como temas jocosos de conversaciones sociales. Sólo un reducido grupo de fieles seguidores se reunían alrededor del solitario maestro en tertulias semanales, en las que fue tomando forma la nueva ciencia del psicoanálisis. Mucho antes de que yo mismo me diera cuenta de las dimensiones reales de la revolución espiritual que se estaba preparando a partir de los primeros trabajos fundamentales de Freud, me había ganado ya para su causa la actitud firme y moralmente inquebrantable de ese hombre extraordinario. He aquí por fin a un hombre de ciencia, un hombre que un joven hubiera soñado tener como modelo, prudente en sus afirmaciones mientras no tuviera la prueba definitiva y la seguridad absoluta de las mismas, pero impertérrito ante la oposición del mundo entero tan pronto como una hipótesis se convertía en certeza válida, un hombre modesto como no había otro en cuanto a su persona, pero dispuesto a luchar por cada dogma de su doctrina y fiel hasta la muerte a la verdad inmanente que defendía a partir de sus conocimientos. Era imposible imaginarse a un hombre más intrépido. Freud tenía la audacia de decir siempre lo que pensaba, aun sabiendo que con sus palabras claras e inexorables inquietaba y perturbaba; nunca trataba de hacer más fácil su difícil posición a fuerza de concesiones, por pequeñas o puramente formales que fuesen. Estoy convencido de que Freud habría podido exponer una quinta parte de sus teorías sin tropezar con la oposición académica, si hubiera estado dispuesto a adornarlas y, por ejemplo, decir “erotismo” en vez de “sexualidad”,“eros” en vez de “libido”, y no llegar siempre implacablemente a las últimas consecuencias en vez de limitarse a insinuarlas. Pero era intransigente cuando se trataba de la doctrina y de la verdad; cuanto más fuerte era el antagonismo, más fuerte se volvía su determinación. Cuando busco un símbolo para el concepto de coraje moral ―el único heroísmo en la Tierra que no reclama víctimas ajenas―, veo siempre ante mí el bello, claro y humano rostro de Freud, con sus oscuros ojos de mirada sincera y serena.
A continuación, una carta del padre del psicoanálisis a Stefan Zweig, fechada en Viena:
3-5-08, Viena
Estimado señor:
Muchísimas gracias por su Balzac que leí de un tirón: el torbellino que usted describe lo arrastra a uno. El hombre encaja bien con usted. No sé cómo era su Napoleón, pero de la pulsión de dominio de ambos se ha llevado usted un buen pedazo, sólo que usted la ejerce en el lenguaje (durante la lectura no podía deshacerme de la imagen de un jinete audaz sobre un noble corcel). Es fácil para mí meterme en sus pensamientos como si fueran viejos conocidos míos.
La tragedia Tersites es muy hermosa, en algunos momentos embriagadora, pero ¿por qué llevar a este o aquel personaje tan al extremo? ¿Por qué caricaturizar tanto al héroe que le da título? Es natural que alguien tan realista como yo haga esas preguntas.
Me parece muy bonito por su parte que se moleste en enviarme sus obras y me pregunto si podría tomarme la revancha ofreciéndole algún que otro texto de mi producción (claro que de un valor completamente distinto).
Suyo cordialmente afectísimo
FREUD
(Fuente: Stefan Zweig. Correspondencia. Paidós)
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