Las ganas de matar al perro llegaron con él, desde que lo vio por primera vez el día que Martín traspasó la puerta de entrada del departamento trayéndolo en brazos como si fuera el bebé que no podían tener.
Percibió el deseo asesino primero en sus manos, en los dedos tensos, en los puños entrecerrados y después en la sangre que le martilleaba las sienes, en esa sensación de placer similar a la previa al orgasmo y en la imagen mental de su marido llorando junto al cadáver del animal.
Fueron unos pocos segundos de sentir todo eso junto pero el impacto general fue tan intenso que la dejó exhausta como cuando terminaba de tener sexo. “Los hijos y las mascotas no se compran”, repetía ella siempre pero a él no le importó: desde chico deseaba un pomerania y después de muchas averiguaciones y consultas logró dar con un criadero que los vendía en Zona Sur. Había tardado unos meses en adquirirlo porque el precio rondaba los mil dólares. A Tatiana no solo le pareció un disparate pagar eso por un perro sino además una decisión desacertada la raza, cuyo único beneficio visible era el tamaño. Propuso reciclar la cocina que le estaba quedando chica y poco funcional ahora que su emprendimiento culinario empezaba a sumar clientes. Él se mantuvo inflexible y la única reforma que hizo fue una protección de balcón para evitar que mientras fuera cachorro el perro cayera al vacío.
Ni bien Martín dejó al animal en el parquet, ella observó detenidamente a Musky, nombre tan horrendo como el perro y que le recordaba a los masticables Misky, asquerosos caramelos infaltables en la típica bolsita de souvenir de los cumpleaños infantiles. El pequeño intruso olisqueó cada rincón del living, con los ojitos saltones entre el pelaje abundante, emitiendo ladridos histéricos y agudos. Ella le advirtió a su marido que jamás dejaría que bañara al perro en la casa, ni siquiera en la pileta del lavadero porque taparía la cañería con sus pelos y le aclaró que no se ocuparía de nada “pero de nada, ¿entendés?” relacionado con su mascota. Y enfatizó ese “su” para que quedara bien claro que entre ella y esa cosa no existía ni existiría otro sentimiento más que el persistente deseo de matarlo.
Cuanto más se acrecentaba la simbiosis entre Musky y su amo, mayor era el desprecio de Tatiana hacia el nuevo habitante. “Si hubiera puesto tanto empeño en buscar un hijo como en conseguir el perro, la historia habría sido otra”, pensaba. Detestaba a Martín cuando se refería a sí mismo como el padre del animal o lo llamaba “mi bebé”, se retorcía de rabia por dentro cada vez que él lo incluía en las salidas que antes eran solo de ellos dos, lo odió cuando le enseñó a saltar a la cama y a partir de allí esa horrible cosa peluda amaneció cada día a los pies del marido –en el mejor de los casos– o entre los brazos de él –en el peor. Por eso planeó su desaparición meticulosamente. Con precisión. Con placer. Con fruición. Con pasión contenida.
Lo hizo a escondidas, en las horas en las que Martín no estaba o dormía o se estaba duchando. Lo pensó mientras hacían el amor y descubrió que las opciones más originales se le ocurrían en el instante mismo en que tenía el primer orgasmo, y el segundo llegaba como consecuencia de haber imaginado el crimen.
Cuanto más persistía en montar escenas imaginarias de la muerte del perro, más crecía su excitación, hasta el punto que Martín llegó a preguntarle si estaba bien, porque la notaba un poco ansiosa y con una avidez sexual que le desconocía.
Investigó. Se preparó. Ensayó alternativas buscando las más inocuas… para ella. Y se decidió por lo que mejor sabía hacer que era cocinar. Se aseguró de elegir los ingredientes adecuados, las especias más perfumadas, la guarnición más apetecible. Esperó con morbosa paciencia para montar la escena de una comida especial con la que agasajar a su marido por el día del mecánico dental. Calculó el tiempo que necesitaba
hasta la llegada de Martín. Escribió una lista de acciones con horarios incluidos para cronometrar cada movimiento.
El trámite duró lo establecido en el papel: poco. Lo peor fue atrapar a la aborrecible bola de pelos que parecía presentir su inmediato y nefasto final. Cuando logró hacerlo, tuvo que vencer el asco y la repugnancia para sostener fuertemente el cuello entre sus manos.
Los ojos desorbitados de la cosa que abría la boca como para masticar el aire y agitaba las patas en un último intento de desesperación por sobrevivir le hacían hervir la sangre de placer. Los esfuerzos del perro por desprenderse de esas garras fueron breves e infructuosos y después de que tosió por última vez, Tatiana lo llevó a la mesada del lavadero y lo extendió allí. Se puso los guantes de goma y después de desollarlo tal como había aprendido a hacerlo con una liebre en el curso de cocina, siguió paso a paso su receta maestra.
Cuando Martín llegó, el departamento estaba inundado de un delicioso aroma a curry y especias orientales y una bandeja con presas doradas humeaba sobre la mesa.
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