Casi 30 años atrás, Gabriele Salvatores ganaba un Oscar con el bellísimo filme Mediterráneo, la historia de ocho soldados de Italia olvidados en una remota isla griega apenas comenzada la Segunda Guerra Mundial. En su primer encuentro con uno de los habitantes, un pope ortodoxo, el religioso les explica que la gente del pueblo se había escondido por temor a que fueran alemanes. Y si bien preferían no tener extraños en su patria, mejor que al menos fueran italianos. Porque como dice una frase popular en Grecia, italiani e greci, una faccia, una razza (italianos y griegos, un mismo aspecto, una misma raza), concluye el pope dándoles la bienvenida.
Ese dicho podría aplicarse incontables veces durante un viaje por el Mediterráneo, pero en ningún lugar mejor que en Calimera.
¿Calimera? Exactamente. El nombre de este pueblo italiano significa buenos días en griego y en griko, el dialecto local, que no es otra cosa que una variante del griego antiguo que se hablaba en la región en tiempos de la Magna Grecia, cuando la civilización más brillante del mundo occidental se extendía por el sur de Italia y formaba con ella una unidad cultural y lingüística.
Hoy quedan unos pocos centenares de hablantes de griego en Calabria, la punta de la bota italiana, y unos pocos miles en Puglia, que conforma el talón. Puglia tiene una península dentro de la península, es el Salento, que dibuja exactamente el taco de la bota. Y allí está Calimera, en el corazón mismo del Mediterráneo, entre leyendas de bailes afiebrados provocados por tarántulas (la famosa tarantela) y playas de aguas transparentes que invitan a evocar los versos de Homero y su mar color de vino.
Todos los años, en agosto, Puglia celebra en varias ciudades y pueblos su fiesta más célebre, la Notte della Taranta, un festival musical dedicado a la pizzica y la tarantella, las dos expresiones musicales más genuinas del sur de Italia.
Miles de personas, muchas llegadas desde toda Europa, se reúnen para disfrutar y homenajear su tradición folklórica y la vigencia de ritmos mediterráneos ancestrales: el espectáculo, junto con los pueblos iluminados y encendidos gracias a brillantes decoraciones durante todo el verano, es masivo e inolvidable. Pero a veces el Salento depara algunos momentos más íntimos e imborrables.
Noche de fiesta
En los primeros días de junio, el calor ya se hace intenso en el sur de Italia. Fue entonces cuando recorrí los pueblos del Salento, algunos al borde de un mar deslumbrante, otros recónditos y casi anónimos en el interior de las tierras.
Una de aquellas noches, mi guía me propuso una experiencia diferente: conocer no una gran fiesta, no un encuentro multitudinario, sino la fiesta pueblerina con la que la gente de Calimera homenajea una de sus tradiciones más queridas. Es la Festa della Cranara (o granara), dedicada a los carboneros que se ocupaban antiguamente de la producción de carbón vegetal. La técnica ya no se usa, pero se la revive en detalle durante el evento, que comienza con la construcción de un cono, llamado precisamente granara, de ramas amontonadas.
Sobre un gran predio, hay montado un escenario para la tarantella, varios puestos para probar taralli y pittule –especialidades gastronómicas que son un viaje de ida a los sabores del sur- y una cabaña precaria junto a un montículo de tierra.
No consigo imaginarme bien qué es, pero Salvatore Tommaso, uno de los vecinos del pueblo, se presta enseguida a explicarlo: “En Calimera había bosques y no mucho más, porque el terreno no es fértil. ¿De qué más podría haber vivido la gente? El carbón era imprescindible para calentar las casas, para cocinar, para planchar. Los hombres de aquí lo hacían construyendo una catasta o pila de maderas alrededor de un hueco rodeado de leña. Luego, cubrían las maderas con hojas de olivo y lo prendían con brasas, cubriéndolo con capas de olivo y tierra pero dejando perforaciones para que pudiera salir el humo y entrar el aire”.
Salvatore conoce bien la tradición, incluso la contó en una novela, Sarakostí, que describe las duras condiciones de vida de los carboneros del pueblo. “La montaña de leña ardiente se dejaba unos días, siempre al cuidado de los hombres que debían vigilar el proceso para que no se perdiera el carbón. Carbón que pertenecía al dueño de los bosques. Ellos solo recibirían un pequeño porcentaje y no podían correr el riesgo de perderlo, de quedarse sin nada. Por eso permanecían por turnos en el ambracchio, la precaria cabaña junto al montículo de madera y hojas de olivo”.
De allí saldría el oro negro de Calimera. Es el carbón y el sacrificio lo que permitió que los hijos de aquella gente pudieran estudiar, cuenta Luigi Gemma, otro de los vecinos de Calimera. Viene todos los años porque quiere que las nuevas generaciones conozcan esta historia, sepan cómo fue la dura vida de sus padres y sus abuelos.
Con extraños no
Recuerdo va, recuerdo viene, la charla con Luigi, con Salvatore, con Todino Fassi y otros pobladores sigue dentro de la cabaña. Hasta que me animo a pedirles si me harían escuchar el dialecto griko, que me contaron que hablan y tengo curiosidad por escuchar. La respuesta es un silencio. Se miran, me miran, pero no asienten. Están incómodos y no dicen por qué, hasta Luigi admite: “No les gusta hablar griko con extraños”.
Sus padres, cuenta, no lo usaban con él sino solo con los hermanos mayores, porque en los tiempos del milagro italiano (cuando la televisión terminó de unificar el idioma de punta a punta del país y relegó los dialectos) no estaba muy bien visto hablar una lengua que no tenía siquiera una base escrita. Aunque fuera casi la misma de los filósofos, los matemáticos y los poetas que poblaron la Magna Grecia.
Entonces no insisto. Es que hay un momento para todo y un tiempo para cada acción bajo el cielo. Pero de pronto me doy cuenta: poco a poco, como sin querer, han pasado en su charla del italiano a un idioma que no comprendo, pero que me trae de vez en cuando destellos de palabras que creía olvidadas, recuerdos y acentos que estudié alguna vez en los libros de griego clásico. Lo que creía una lengua muerta está lejos de haber desaparecido. Viva y latiente, vuelve a brillar a la luz del fuego, bajo las estrellas del cielo mediterráneo.
El griko me trae el eco de antiguas civilizaciones que siguen hoy tan vivas como ayer, y como el pope de la película no puedo sino pensar: italiani e greci, una faccia, una razza.
Publicado en La Voz del Interior (Córdoba, Argentina) el 14-6-2020
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