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La separación de bienes / Por Mabel Fuzzi

Cuando Pepe y Moni se separaron largas fueron sus discusiones, que, al contrario de lo que se puede imaginar, no giraron en torno a las pertenencias más suculentas, como las propiedades y los vehículos, que en eso pudieron llegar a un acuerdo rápidamente, a pesar incluso de los escollos que significaron algunos bienes en los que era difícil distinguir el aporte de cada quien para conseguirlos: en todos esos casos sorprendentemente renunciaban con soltura, una vez uno, otra vez el otro, y pronto arreglaban.

Mayor dificultad, en cambio, les trajo la biblioteca. Habían estudiado carreras distintas, pero a lo largo de tantos años vividos juntos la pareja se había ido asemejando y compartían sus gustos tanto en las lecturas literarias como en las científicas y ensayísticas, de manera que dividir el tesoro que habían acumulado en esos estantes les costó tremendas disputas y arduas negociaciones: un Curtis por tres novelas latinoamericanas, una edición crítica del Quijote por dos libros de Skliar, tres libros de mediación por los cuentos completos de Poe en traducción de Cortázar, la Transecta botánica de la Patagonia por el Registro del habla de los argen tinos, los trece tomos de la Suma teológica de la BAC por una edición antigua bilingüe ilustrada del Kamasutra, el Corominas de siete tomos por dos Mafaldas autografiadas, y así.

Terminado el reparto agotador de la biblioteca, les restaba lo peor: repartirse las chucherías con que habían llenado la casa como si fuera un bazar. Cientos de piezas, cada una atesoraba un recuerdo distinto o había presenciado una circunstancia especial. Dividirse ese cúmulo de testimonios de lo compartido fue lo más doloroso; era terminar de desprenderse de los momentos agradables que habían vivido juntos. Y ambos querían conservar esos pequeños fragmentos entrañables de su historia, lo único bueno que les quedaba.

Las damajuanas del abuelo de él, los sifones que ella coleccionaba, los envases especiales de cervezas de todo el mundo de la época en que se compraba lo importado al precio de lo nacional, las plumas de pavo real, las estatuillas de madera adquiridas en distintos viajes, la colección de estampillas que habían compartido en la adolescencia, y la de caracoles, de la misma época, que un biólogo les había ayudado a clasificar; las mantas y los cuchillos artesanales, la vajilla heredada, la plancha de la abuela de ella, la tabla de picar del abuelo de él, carpintero; las miniaturas Swarovski que él le había regalado, las cartas de amor que ella había elaborado con flores secas y otras artesanías; los CD, los cuadros… Una lista de menudencias interminable, infinita, y en cada ítem una pelea de la que nadie salía contento. Los argumentos con que cada uno defendía su derecho a la posesión de algo generaban en el otro una contraargumentación letal que hacía redoblar la apuesta… Y no se terminaba nunca.

La disputa más inesperada, la más incomprensible para todos los que los conocían, fue por las bolitas de Pepe, una colección que él atesoraba fervientemente desde chico y que Moni siempre le había admirado secretamente y desde lejos, porque en aquellos tiempos, nunca a una nena se le hubiera ocurrido ponerse a jugar con bolitas de vidrio, y si lo deseaba se guardaba muy bien de comentar ese gusto estrafalario, no fuera que pensaran que era “varonera”. Así y todo, aún de adulta, Mónica efectivamente se sentía atraída por esas bolitas. Pepe, que valoraba mucho su propio tesoro, advertía la admiración que despertaba en su amiga, y como era generoso cuando Moni iba a su casa, después de que jugaban casi en secreto como él le había enseñado, la dejaba que se quedara contemplando las piezas una por una durante largo rato. Ella las miraba al trasluz, les contaba las burbujas de aire, se fascinaba con la S de colores que tenían en el interior, nunca igual, siempre distinta, le encantaban las marmoladas y las tornasoladas, más difíciles de conseguir porque había que ir hasta el centro para comprarlas, y otras menos comunes aún, como las muy oscuras, que parecían de obsidiana, o las lechosas y blancas con alguna mancha de color sutil y deshilachada como los cirros.

Pepito no entendía qué le pasaba porque perdía a su amiga en esos momentos y no lograba engancharla con ninguna actividad por un buen rato. Cuando en la adolescencia se pusieron de novios, aunque no jugaran, Mónica siempre bajaba las bolitas de la repisa y repetía el ritual ante la impaciencia de Pepe, más interesado en contemplar y explorar otras redondeces, no las del vidrio.

Hasta tal punto llegó la fascinación de Mónica que cuando se casaron fue ella y no Pepe quien se aseguró de que los frascos de bolitas quedaran en la casa que empezarían a compartir. El gesto a él lo sorprendió, le pareció de un fanatismo exagerado y hasta le provocó cierto enojo, siempre había sentido que quedaba afuera de un encantamiento inentendible para él y que ella no le compartía.

Moni destinó a las bolitas un lugar de privilegio en un estante de la propia habitación. Pero al tiempo eso no le fue suficiente, las quería más cerca, y logró que Pepe –aunque refunfuñando y preguntándole ¡para qué! si ya tenían chucherías en el rincón del escritorio junto a la ventana en el mismo cuarto– le pusiera un estante de su lado, cercano a la cabecera, casi sobre la mesita de luz.

Poco después algo especial le ocurrió a Moni: por primera vez en su vida comenzó a experimentar sueños eróticos. Fue la época en que Pepe empezó a viajar por trabajo, aunque ella no pensó que los sueños se relacionaran con la ausencia de su marido; de hecho casi no lo extrañaba, porque durante el día se mantenía ocupada con su trabajo y luego todas las noches dedicaba un rato a poner orden a la colección de bolitas, que se merecía una puesta en valor. 

El primer sueño tuvo lugar una noche en que se había quedado hasta tarde clasificando las piezas; se había sentado en la cama de dos plazas, con la espada apoyada en la cabecera, y entre las piernas rectas abiertas en V había volcado algunos frascos y se había puesto a pensar los criterios para agrupar –esmalte y color exterior, formas interiores, tornasol, etc; en un momento se quedó dormida con la cabeza hacia atrás y la despertó horas después un cosquilleo estremecedor y placentero en el final de la espalda. Al instante recordó el sueño, y sonrió anchamente; bajó todo el material de vidrio a la alfombra y siguió durmiendo; asunto terminado, aunque por lo placentero no le pasó desapercibido, desde luego.

El siguiente sueño fue unas semanas después. Al acostarse había bajado del estante de la colección ya ordenada el frasco de bolitas de tornasol anaranjado, eran hermosas, realmente, y se durmió contemplándolas. En plena madrugada la despertó un estremecimiento delicioso en la nuca y el cuello. Al instante recordó: había soñado que la besaban con arrobamiento y dedicación en varios recovecos, aaah volvió a estremecerse al recordar. Y sonriente, sacudiendo la cabeza, como negándose a creer lo que había sentido, giró en la cama para seguir durmiendo.

La tercera vez se había dormido sosteniendo una de vidrio azul muy oscuro pero translúcido, que parecía un zafiro, y otra negra como de obsidiana… eran de una belleza indescriptible. No entendía cómo Pepe no seguía maravillado como en la infancia con ese tesoro.

Cuando despertó en un espasmo de placer llegó a escuchar el final de su propio gemido, estaba transpirada y el estremecimiento le duró unos segundos mientras aparecían imágenes del sueño –una sonrisa agradable y blanquísima, una nariz rozando con su respiración un cuello, una mano firme en la nuca, unos dedos morenos jugueteando en su pezón rosado, una espalda varonil oscura y musculosa, y más lejos unas piernas blancas de mujer abrazadas a la cadera del hombre.

¡¿Qué le pasaba?! La sorpresa no le impidió admitir que había sido un sueño feliz… Mónica, todavía acalorada, se abanicó con las sábanas, apagó la luz que había encontrado encendida, y sonriendo, todavía sin creerlo, se abandonó al sueño invitada por la flojera que sentía en las piernas.

Al despertar aquella mañana ató cabos, descubrió las coincidencias de los tres sueños con la cercanía de las bolitas de Pepe. Y por unas noches, decidió comprobar sus sospechas. El experimento, al que se dedicó con ahínco, resultó un éxito. En todo sentido. Porque hasta el humor le cambió a Moni y se le hicieron más llevaderas las ausencias de Pepe, y disminuyeron la intensidad y la frecuencia de sus reclamos. Extrañado por el cambio, en alguna ocasión Pepe le preguntó a su mujer a qué se debía y Moni salió del paso con algo inventado: había decidido que se guardaría bien su secreto. Y lo había logrado.

¡Pero ahora habían llegado a este punto! ¿Con qué argumento defendería la posesión de las bolitas? ¡Si eran de él!…

Tuvo que ofrecer bastante para salirse con la suya: unas cuantas joyas de oro heredadas de las abuelas, una oferta que Pepe no entendió pero finalmente aceptó gustoso.

A veces se paga cara la voluntad de soñar.


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