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Luis XVII, de Philippe Ebly a Huckleberry Finn

-Publicado en La Nación el 14-2-2020- https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/corazon-delator-policia-maestro-prisionero-la-tragica-nid2333272

La trágica historia del verdadero y los falsos Luis XVII

“El rey ha muerto: viva el rey”. Luis XVII tenía solo ocho años cuando fue guillotinado Luis XVI, y aunque según la tradición de la corona se convirtió automáticamente en el sucesor de su padre, nunca salió de la siniestra Torre del Temple. ¿O acaso fue salvado y vivió de incógnito en la Argentina?

Por Graciela Cutuli

Philippe Ebly (pseudónimo del novelista belga Jacques Gouzou) creó en los años 70 una serie de populares aventuras juveniles de ciencia ficción (también difundidas en castellano), Los conquistadores de lo imposible, cuyos protagonistas -encabezados por el adolescente Sergio- viajaban en el tiempo resolviendo viejos dilemas de la historia… y creando nuevos. Una de sus aventuras, El evadido del año II, imaginaba el rescate de un niño de la tenebrosa torre de París donde estaba prisionero: el año II, según el calendario impuesto por la Revolución Francesa, era en realidad 1793. Y el niño no era otro que Luis XVII, que fuera encarcelado junto con sus padres -Luis XVI y María Antonieta- tras la toma de la Bastilla, pero se había convertido de delfín en rey tras la macabra obra de la guillotina. En la novela, Sergio y sus amigos rescatan al pequeño y le dan una nueva vida, al menos en la ficción: y si Ebly pudo imaginarlo es porque durante al menos dos siglos el verdadero destino de Luis XVII fue un auténtico misterio. ¿Había muerto el rey niño en la Torre del Temple donde estaba encarcelado, o había logrado huir y encontrar una nueva identidad? 

Philippe Ebly, L’evadé de l’an II

“Algunos se hacen policías y otros enseñan a la gente a hablar francés”

Casi un siglo después de la Revolución Francesa, Mark Twain revela en su novela Huckleberry Finn que el enigma del niño rey estaba lejos de haber sido resuelto. En un diálogo con el esclavo Jim, Huck explica: “Le hablé de Luis XVI, al que le cortaron la cabeza en Francia hacía mucho tiempo, y de su hijo pequeño, el delfín, que habría sido rey, pero lo llevaron y lo metieron en la cárcel, y algunos dicen que allí se murió.

-Pobrecito.

-Pero otros dicen que escapó y vino a América.

-¡Eso está muy bien! Pero se sentirá muy solo… Aquí no hay reyes, ¿verdad, Huck?

-No.

-Entonces no puede conseguir trabajo. ¿Qué va a hacer?

-Bueno, no sé. Algunos se hacen policías y otros enseñan a la gente a hablar francés”. 

Las teorías de Huckleberry Finn podían ser disparatadas, pero la realidad a veces no lo es menos. ¿Quién podría haber imaginado aquel marzo de 1785 en Versailles, cuando el nacimiento del pequeño Luis Carlos de Francia fue celebrado por toda la corte, que apenas diez años más tarde el pequeño moriría en una celda infestada de ratas, aislado de la poca familia que le quedaba y cubierto de úlceras y heridas sufridas en años de maltrato por los resentidos carceleros de la Revolución? 

La muerte de Luis XVII se informó oficialmente en 1795. Pero no pocos quedaron convencidos de que el anuncio era solo el encubrimiento de un hecho vergonzoso para los revolucionarios: el niño se había escapado o había sido rescatado por realistas leales, y estaba empezando una nueva vida con paradero desconocido. O no tanto, a juzgar por la gran cantidad de presuntos Luis XVII que empezaron a aparecer algunos años más tarde. 

La lista es larga: más de 100 hombres reivindicaron el título, con distinta suerte. El primero fue Jean-Marie Hervagault, un impostor serial que después de adoptar identidades varias se decidió por la del niño rey y calcó su historia sobre la de una novela, Le Cimetière de la Madeleine, cuyo autor imaginaba cómo había sido el secuestro de Luis XVII de la prisión del Temple. Sus supercherías no le valieron el reconocimiento de la corona sino la prisión, pero al fin y al cabo pasó a la historia como el primer falso delfín. La misma novela inspiró a otros impostores de personalidades múltiples, como Mathurin Bruneau y el Baron de Richemont. Otro de los más célebres fue Karl-Wilhem Naundorff, reconocido por varios antiguos miembros de la corte francesa como Luis XVII, protagonista de rocambolescas aventuras por media Europa, fundador de una nueva religión (que le valió las invectivas del papa Gregorio XVI) e inventor de una bomba -la “bomba Borbón”- que el ejército holandés usó hasta la Primera Guerra Mundial. 

Una ilustración de Le cimetière de la Madeleine

Las insólitas ramificaciones de Luis XVII llegaron incluso hasta la Argentina. En 2011 Jacques Soppelsa, exconsejero cultural en la embajada de Francia en Buenos Aires, publicó Louis XVII. La piste argentine, con el objetivo de “contribuir a demostrar que Luis XVII no murió en el Temple, no fue un Naundorff ni un Hervagault ni un Charles de Navarre, sino el oficial de Marina Pierre Benoit, llegado a Buenos Aires en 1818 y asesinado en misteriosas condiciones en esta misma ciudad en 1852, después de un tercio de siglo de vida argentina singularmente pintoresca. Un Pierre Benoit que, al contrario de toda la gama de pretendientes oficiales, nunca reivindicó su origen real: todo lo contrario”. Soppelsa retomaba así una historia que también inspiró a Manuel Mujica Lainez su relato La escalera de mármol, donde imagina la muerte de aquel marino en sus aposentos de Buenos Aires, donde “ondula el coro doloroso de los viejos reyes que vienen del fondo de los siglos, con su carga abrumadora de pesares, de ambiciones, de secretos, de crímenes”. 

Las aventuras del corazón delator

La basílica de St. Denis, al norte de París, es la monumental última morada de los reyes de Francia. Entre mármoles solemnes y góticos vitrales, junto a la vasta cripta donde reposan las testas coronadas, la pequeña Chapelle des Princes alberga una urna de cristal que guarda un corazón. 

Su historia es digna de una novela aparte: en 1795, después de la muerte de Luis XVII en su prisión, se le hizo una exhaustiva autopsia. Y uno de los médicos, el doctor Philippe-Jean Pellatan, robó el órgano, lo escondió en un pañuelo y se lo puso en el bolsillo: al parecer, quería cumplir con la tradición según la cual los corazones de los reyes debían ser embalsamados y llevados a la cripta de St. Denis. Sin embargo, lo dejó en un estante de su escritorio y allí quedó durante años, hasta que un día fue a buscarlo y descubrió, para su gran sorpresa, que el corazón había desaparecido. Pellatan sospechó siempre de uno de sus alumnos, Jean-Henri Tillos, y varios años más tarde pudo comprobar que efectivamente aquel había sido el misterioso ladrón: fue el día que el suegro de Tillos se presentó a su puerta para devolverle el corazón de Luis XVII, explicando que el otrora estudiante lo había robado pero, ya en su lecho de muerte y arrepentido, había pedido que fuera devuelto a su auténtico dueño. 

Pellatan intentó entonces entregar la reliquia a Luis XVIII -hermano de Luis XVI y tío de Luis XVII- que no la aceptó. Lo mismo ocurrió con María Teresa, la hermana del delfín, que había sobrevivido a la revolución. En 1828, ya cerca de morir, el médico entregó el corazón al arzobispo de París, monseñor de Quélin, que lo conservó en su palacio cercano a Notre Dame. Sin embargo, aún le faltaría para alcanzar la paz definitiva: durante la revuelta de 1830 el palacio arzobispal fue saqueado, y cuando un empleado intentó rescatar la urna tropezó y el corazón salió rodando hasta perderse en la oscuridad. El hombre tuvo que esperar dos días para poder volver: dos días de lluvia y tormenta, que lo obligaron a buscar entre el barro y los escombros. Hasta que, cuando estaba a punto de abandonar la batalla, encontró el corazón “completamente intacto, en una pila de arena entre la iglesia y las rejas del edificio. Todavía tenía olor a alcohol etílico y estaba rodeado por los fragmentos de vidrio de la urna rota”. 

Philippe-Gabriel Pelletan, el hijo del médico que había robado el corazón, lo recuperó una vez más y volvió a guardarlo, nuevamente, durante años. En 1895 finalmente logró entregarlo a una rama española de los Borbones, que lo depositaron en la capilla de un castillo austríaco, donde atravesó los dos grandes conflictos del siglo XX: al final de la Segunda Guerra Mundial, la capilla fue desacralizada y en los años 70 el corazón por fin halló descanso en la basílica de St. Denis. 

Fue así que en 1999, ante la mirada de curiosos y pretendientes al inexistente trono de Francia, la reliquia fue sacada de la cripta para una serie de exámenes científicos realizados por el genetista belga Jean-Jacques Cassiman: “No sé de quién es este corazón -dijo el sacerdote que acompañó la ceremonia- pero sin duda es un símbolo de los niños, en cualquier lugar del mundo, que han sufrido. Esto representa el sufrimiento de todos los niños pequeños atrapados en la guerra y la revolución”. 

Convertido en piedra por sus dos siglos de historia, el corazón fue llevado a un laboratorio de París donde empezaría a revelar sus secretos. Solo volvería a su carditafio de St. Denis en 2004, ya consagrado gracias a los estudios de ADN mitocondrial como el corazón de Luis XVII. La hazaña fue posible gracias a la comparación del ADN extraído de la reliquia con el ADN tomado de un cabello de una hermana de María Antonieta, tía del niño rey: la línea materna se reveló infalible y la precisa secuencia extraída en laboratorio puso fin a dos siglos de conjeturas iniciadas en sombrío día de junio de 1895 en la cárcel más tenebrosa de París. 


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