En este ejercicio de imaginación literaria, dos figuras trágicas de la literatura francesa —Emma Bovary y Thérèse Desqueyroux— se cruzan en una peluquería cualquiera, en un día cualquiera. Lo que sigue es un diálogo tan imposible como necesario: el de dos mujeres que desafiaron su tiempo, sus autores y el juicio ajeno.
La peluquería estaba casi vacía. Afuera llovía con la cadencia de las tardes grises, y adentro olía a perfume viejo, a laca, a silencio de domingo. Dos mujeres esperaban frente al espejo. No se habían saludado. Ni siquiera se habían mirado.
Una tenía el rostro encendido por un rubor artificial. La otra, el gesto pálido, lívido, como si aún llevara consigo el peso de un juicio reciente. Las separaban pocos centímetros, cada una en un sillón acolchado, cerca de la mesita baja con revistas desactualizadas. Pero en el espejo, estaban lado a lado. Más cerca de lo que hubieran soportado en carne viva.
—¿Siempre tan callada? —dijo la del vestido claro, mientras una manicura limaba con esmero su mano izquierda—. A veces el silencio se parece al arsénico. No tiene gusto. Pero envenena.
Thérèse no respondió enseguida. Siguió mirando su reflejo como si observara a otra mujer. Luego, muy bajo:
—Yo no lo dije nunca. Pero lo pensé tantas veces que fue como si lo hubiera gritado. Y usted… ¿por qué no lo hizo?
Emma sonrió apenas. No la miraba a ella, sino al espejo, que parecía más confiable.
—Porque no me animé. Porque fui una cobarde. Porque me educaron para soñar, no para actuar. Y usted actuó. Por eso la juzgaron.
—Me absolvieron. Pero no me perdonaron.
—¿Y eso le alcanza?
—No. Pero me deja vivir.
La tijera chasqueó detrás de Emma como una campanada. La peluquera le cortaba las puntas, pero parecía arrancarle un trozo de vida.
—Yo no viví. Me leyeron. Me juzgaron. Y me citaron en exámenes escolares.
—A mí me escondieron. Me archivaron en un legajo polvoriento de la justicia. Fui menos personaje, más expediente.
—¿Y su hija?
—Está bien. Por eso estoy acá. Por ella. Para parecer otra. Para que no la miren como me miraban a mí.
Emma bajó los ojos. En el espejo, sin embargo, seguía erguida.
—Yo no tuve hijas. Solo frases. Frases que no me salvaron.
Silencio. Afuera, la lluvia era una disculpa perfecta.
—¿Volvería a hacerlo? —preguntó Emma.
—Sí —dijo Thérèse—. Pero más rápido. Sin juicio. Sin cárcel. Sin piedad.
Emma asintió muy levemente.
—Entonces —susurró—, al final, no era el veneno lo que mataba. Era no usarlo a tiempo.
En el espejo, ambas se miraron por primera vez. La que no pudo, la que sí. Las dos rotas. Las dos impecables. Justo entonces, la peluquera apareció detrás de Thérèse con una sonrisa liviana y un rodete apretado.
—¿Con raya o sin raya?
Thérèse parpadeó, como si regresara de muy lejos.
—Sin.
—¿Flequillo?
—No. Ya no necesito ocultarme.
—Perfecto —dijo la peluquera, y comenzó a separar el cabello con dedos expertos—. Qué día feo, ¿no? Con esta humedad, el pelo no se queda quieto ni con promesas de amor eterno.
Emma soltó una risa mínima. La frase le pareció una burla involuntaria.
—Ni con promesas de amor eterno —repitió—. Lo aprendí demasiado tarde.
La peluquera no entendió, pero sonrió de todos modos.
—A veces el pelo tiene memoria —dijo, como si hablara de otra cosa—. Pero una buena tintura lo borra todo.
Thérèse y Emma volvieron a mirarse por el espejo. Ninguna dijo nada. Afuera, la lluvia persistía. Adentro, las tijeras seguían cortando, como si quisieran hacer olvidar lo que ya fue dicho. La peluquera se alejó tarareando La donna è mobile , ajena al temblor que había cruzado el aire. Emma y Thérèse permanecieron unos segundos más frente al espejo, sin hablar. Ya no era necesario.
Mujeres que no se cruzarían jamás en la vida real, pero que el azar —o la literatura— había sentado juntas por un instante, como en un sueño sin testigos.
—¿Cree que alguien alguna vez nos escuchará? —preguntó Emma, casi sin voz.
Thérèse no respondió. Solo alzó la vista, lenta, hacia el cristal.
Entonces Emma apoyó la yema de sus dedos sobre el borde del espejo, como si quisiera dejar allí una huella, una advertencia, una despedida. Y dijo:
—Los espejos guardan lo que no se dice. Quizás por eso nadie les cree cuando devuelven la verdad.
Se miraron por última vez, no con tristeza, sino con esa rara ternura que une a quienes han sobrevivido a sus autores. Después, una se levantó. La otra esperó. Y el espejo —sabio, quieto, silencioso— las conservó a ambas. Para siempre.
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