La eterna juventud del libro de papel (y de las librerías, lugares de encuentro y socialización). Lectio Magistralis del periodista italiano Ferruccio de Bortoli, exdirector del Corriere della Sera,pronunciada en ocasión de la apertura del Congreso de la Dante Alighieri en Buenos Aires, 2019.
Un día el rabino jefe de Milán, Giuseppe Laras, me contó un dicho judío: “Le quisiera regalar un libro a un amigo, pero lamentablemente ya tiene uno”. A menudo vuelvo a pensar en esta pieza esencial de la sabiduría talmúdica, porque lamentablemente en nuestros países -hablo de Italia y la Argentina, pero no solo- la lectura no está tan difundida como en otras naciones.
Creo que existe una emergencia cultural, que el vínculo profundo entre los dos países y la actividad de la Dante Alighieri pueden contribuir a afrontar. La experiencia, aquí en la Argentina, de Dante 2018 con la lectura colectiva de la Commedia -cien cantos en cien días- fue extraordinaria. “Nunca hubiera imaginado -dijo el ensayista Pablo Maurette- una participación popular tan intensa”.
En Italia debemos a agradecer a los cinco millones de grandes lectores que leen más de doce libros al año. El 18 por ciento de los compradores cubre el 45 por ciento de las ventas. El mercado, pese a todo, en Italia se sostiene. El mérito fue también del llorado Andrea Camilleri. Leí el comentario de Graciela Rosenberg, presidenta de la Cámara Argentina del Libro, ante la caída de la producción editorial argentina en el primer trimestre de 2019. Casi el 50 por ciento. El libro -dice Graciela Rosenberg- no es un bien de primera necesidad”. No, el libro debe ser un bien de primera necesidad. No nos rindamos. La posesión de un smartphone da acceso a muchas imágenes y palabras, un mundo infinito, pero no podemos considerar que sea un buen índice de lectura. Es la medida del tiempo pasado en mirar e intercambiar, más que leer. La llegada del e-book pareció condenar a muerte al libro físico, con oscuras previsiones como la de este título de 2014: “Nuestras casas sin más estantes, culpa del e-book y el smartphone”. Recuerdo con cierta nostalgia que en el siglo pasado quien no podía permitirse comprar la enciclopedia Treccani y de todos modos quería mostrar que la poseía, tenía la oportunidad de comprarse una falsa pared de libros. Costaba poco y quedaba bien.
La Historia de Italia de Einaudi fue un éxito editorial inmenso. Un vendedor de la casa editora turinesa me confió que ese verde de los volúmenes también les gustaba mucho a los arquitectos. Nunca una obra fue tan comprada, tan expuesta y menos leída.
Las previsiones catastróficas sobre el futuro del libro físico, que entretanto dejó de gustar a los decoradores, pronto se corrigieron. Leemos un título, siempre en La Repubblica. Pasó apenas un año del precedente: “Adiós al lector digital”. Obviamente el título, de 2014, es un poco forzado. Pero en estos últimos años la profecía de la desaparición del libro físico pareció, parafraseando a Mark Twain, bastante exagerada. ¿Qué pasó? Un hecho simple pero revolucionario. El e-book resultó ser un modo de lectura distinta. Hoy por ejemplo en Italia la participación de mercado de los e-books es de alrededor del 5 por ciento, en línea con la Europa continental que oscila entre el 4 y el 6 por ciento. Argentina tiene una participación de mercado de los e-books en lengua española, en 2018, del 5,3 por ciento. Hay mucha piratería. En Italia el 31 por ciento de quien lee un libro en digital admite haberlo descargado ilegalmente. Sorpresivamente, el lector digital no abandonó el libro de papel. Es raro que lo haya reemplazado totalmente. No se produjo el efecto disruptivo como ocurrió en la música. En algunos ámbitos de la industria librera, por ejemplo, los diccionarios y las enciclopedias, la edición digital casi suplantó a la tradicional. La comodidad de consultar un diccionario en la red es impagable. No hay duda. Por lo tanto, solo algunas actividades editoriales fueron casi completamente marginadas. Con la aparición, por ejemplo, de jugadores como Wikipedia. Pero en la publicación de géneros, en la miscelánea, en las novelas, en los ensayos, las cosas fueron distintas. Los editores resistieron mejor lo previsto. Las ventas bajaron pero no se derrumbaron. El libro de papel goza de buena salud. Y en gran parte ya está impreso en papel reciclado. Por lo tanto es sustentable. Pero esta imprevista nueva juventud de la edición de libros no es un azar. Los editores supieron reaccionar. Mejoraron la distribución, redujeron los precios. El jilguero de Donna Tartt, por ejemplo, se ofreció en paperbacks a menor precio que la edición digital. Los editores produjeron libros estéticamente más bellos. La gráfica mejoró muchísimo. El lector del e-book no renunciaría nunca al encanto de una tapa que en la versión digital podría ser totalmente inútil, pero que es en realidad la puerta de la fantasía, el horizonte de toda aventura. Si una tapa es bella, la tentación es tocarla: como si fuera una joya, como si fuera un bello vestido. Los libros de nuestra vida son objetos de los que no quisiéramos separarnos nunca. Porque la lectura es una experiencia íntima. Personal, solitaria y universal al mismo tiempo. Y el itinerario de la lectura lo decidimos nosotros. No es un algoritmo anónimo que guía nuestras emociones en la red.
En síntesis, el libro que hemos comprado, leído, subrayado, plasmado con nuestras manos, ya es una edición única. Tiene nuestro invisible ex libris. Forma parte de nosotros, de nuestra vida. Y conserva, he aquí otro hecho extraordinario, una importancia vital en la educación de los niños. El éxito de los “libros con agujeros” para la primera infancia, como esenciales en su crecimiento cognitivo, es significativo. Hoy vemos lamentablemente a muchos niños raptados por los smartphones. Su mundo parece agotarse allí. Es triste. La experiencia táctil con un libro que los educa en los primeros descubrimientos es una imagen que nos levanta el ánimo.
Amazon revolucionó el mercado de los libros, pero no se convirtió en un gran editor. Y la multinacional de Seattle se dio cuenta de que el cliente obviamente compra con gusto en la web, aprecia la velocidad y seguridad del servicio, pero no abandona la idea de querer ver, hasta tocar cierto producto, antes de comprarlo. Y es por eso que Amazon, tras comprar las grandes tiendas estadounidenses Whole Food, lanzó Amazon Go: es decir supermercados, sin cajas ni cajeros, donde se entra, se elige y se paga a través de una app. La experiencia física en la compra resiste, pese a todo.
Umberto Eco había previsto la insospechada resistencia del libro de papel respecto del e-book. “Los libros -escribía -nunca podrán ser reemplazados por un dispositivo electrónico. Están hechos para ser tomados en la mano, incluso en la cama, incluso donde no hay enchufes, incluso donde y cuando la batería se descargó, pueden ser subrayados, soportan dobleces y señaladores, se pueden dejar caer al piso o abandonados abiertos sobre el pecho, o sobre las rodillas al adormecerse, entran en el bolsillo, se estropean, asumen una fisonomía individual. Intenten leer toda la Divina Comedia, aunque solo sea una hora por día, en una computadora y luego me cuentan”. Cuestiono esta parte final del pensamiento de Eco: en un Kindle me puede dar menos trabajo descubrir el significado de las palabras, es más fácil hacer la exégesis del texto. La grandeza de Dante, y tal vez también de Tolstoi con Guerra y Paz, es haber escrito obras fundamentales, más aptas que otras a la lectura digital. Como si lo hubieran pensado. Como si hubieran previsto el “etiquetado” de los textos. Incluso más fácil para conectar partes del texto, rastrear las traducciones, realizar los links necesarios. Roberto Calasso, el editor de Adelphi, el pasado enero se preguntó si la digitalización de la oferta librera no transforma a los escritores en simples productores de contenidos, tal vez atentos a la idea -y a menudo a la necesidad- de que un relato puede transformarse luego en una serie televisiva, debe producir contactos y por lo tanto utilidades en la biblioteca universal de Amazon. Y si esto no termina por producir aridez en la creatividad literaria.
La calidad de los primeros veinte años de este siglo no es mínimamente comparable a la de los primeros veinte años del siglo pasado. En la isla de San Giorgio, en Venecia, donde se realizó ese congreso, está el laberinto de Borges. Es un lugar encantado. Uno de los tantos puentes entre Italia y la Argentina.
El escritor inglés Mark Forsyth escribió un delicioso ensayo. Título: The Unknown Unknown, Lo ignoto ignoto. Subtítulo: las librerías y el placer de no encontrar lo que buscabas. Forsyth recuerda que los libros en los siglos pasados se usaban también para predecir el futuro. Era la llamada “bibliomancia”. Cuando el poeta victoriano Robert Browning se puso de novio con Elizabeth Barrett, fue a la biblioteca y eligió un libro al azar. Lo dejó caer y leyó la página que se había abierto. Buscaba una frase profética para sellar su amor. Pero quedó desilusionado. Era una gramática italiana. En la página había una serie de ejemplos sobre el uso de la preposición “in”. Pero la primera línea decía: “Si allí, como aquí, se ama, lo amaré para siempre”. Perfecto. La “bibliomancia” funciona. Y con el e-book no se puede hacer. Julio Cortázar nos advertía que “la literatura no nació para dar respuestas sino para hacer preguntas, para inquietar, para abrir la inteligencia y la sensibilidad a nuevas perspectivas de lo real”. Hubiera querido, como periodista, que para los diarios de papel hubiera ocurrido lo mismo que para los libros. Pero lamentablemente no ocurrió. Aunque el periodismo de calidad, en papel y en la web, es cada vez más apreciado en una era de fake-news. En todo caso el problema es el de los ingresos. Para los diarios de calidad se trata del desafío de ganar más a partir de las suscripciones que de la publicidad, en baja inexorable. Algunos grandes diarios lo están logrando. Por ejemplo el New York Times tenía en 1994 una distribución de 1,2 millones de ejemplares. En 2017 había bajado a 540.000. Hoy tiene más de 3,5 millones de suscripciones digitales. Más de 100 millones de contactos mensuales en su web. El Wall Street Journal de Rupert Murdoch tiene 1,7 millones de suscriptores. Y también el Washington Post, comprado por Jeff Bezos, tiene 1,5 millones de suscriptores digitales. Aquí, si me permiten, ocurrió otra cosa extraordinaria. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no detesta a Bezos porque es el dueño de Amazon, revolucionó el comercio mundial, es el hombre más rico del mundo y tiene mucho de su patrimonio fuera de Estados Unidos; lo detesta porque es el dueño del Washington Post.
¡Cuánto cuentan todavía los viejos y gloriosos diarios! Aunque se los compre y estén en crisis. El director del Washington Post teme que en el término de pocos años desaparezcan todos los diarios locales de Estados Unidos. Estados enteros sin un diario. Salvo que llegue un mecenas. Pero aquí está la otra paradoja: los diarios se compran menos pero se leen más a través de la red. Los artículos, retomados en diversos sitios, tienen difusión inmediata. Pero atención: son artículos que al ser “etiquetados”, retomados, citados, sufren una suerte de modificación genética: a veces ya no son reconocibles. Cambian de significado. Producen efectos indeseados muy lejos de aquellos previstos por su autor.
Pero si los artículos se pueden modificar, los libros no. Mantienen su unicidad. Se los puede comentar sin haberlos leído, sin haberlos comprendido, pero no distorsionar su significado en su unidad. Y he aquí una cualidad sorprendente: los libros son el mejor antídoto contra las fake news. En estos días se cumplen los 50 años del desembarco del hombre sobre la Luna. Hay muchas personas, en Facebook o en Twitter, convencidas de que nunca fuimos a la Luna. Hace medio siglo no teníamos dudas. Y sin embargo estábamos en plena Guerra Fría, en una era de contraposición ideológica. En 1976 apareció un libro de Bill Kaysing llamado Nunca fuimos a la Luna. Su falsa reconstrucción de los acontecimientos fue desmontada parte por parte. Hoy es un florilegio de leyendas. Podemos decir que nunca como hoy lo falso tiene tanto éxito. Y como escribe Tom Nichols en su libro El conocimiento y sus enemigos, “nunca tantas personas tuvieron acceso a tanto conocimiento y sin embargo ejercieron tanta resistencia al aprendizaje de cualquier cosa”. También hay terraplanistas que se reúnen en congresos. Hace 50 años no los había. Los grandes libros son puntos firmes: nadie puede poner en duda, por ejemplo, que en Los novios de Alessandro Manzoni los dos esbirros de Don Rodrigo intiman a don Abbondio: “Esta boda no debe realizarse ni mañana ni nunca”. Nadie en la red, que yo sepa, sostiene la tesis de que fueron malinterpretados. Y que don Abbondio careciera no solo de coraje sino que también estaba un poco confuso, y por lo tanto toda la novela surge de un equívoco colosal. Y nadie puede negar que don Fabrizio, príncipe de Salina, ni El Gatopardo de Tomasi di Lampedusa, pronunció la famosa frase: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Un tema es discutir durante años el verdadero significado del gatopardismo; otro poner en duda que esa frase realmente se haya escrito. En un mundo en que los hechos nunca son seguros, ni siquiera que un personaje político haya dicho esa frase, los grandes libros son una confortable certeza. Son sólidos. No son puestos en discusión ni siquiera por quienes consideran que la Tierra no es redonda.
Este congreso de la Dante Alighieri está signado también por el compromiso de su presidencia de reabrir la librería de la calle Tucumán, aquí en Buenos Aires, y darle entonces vida a un nuevo refugio cultural en lengua italiana. Hoy abrir una librería es un desafío temerario. Porque una librería, en la era del comercio electrónico, es una “reventa de ramos generales”, sino un lugar de reunión, donde se respiran el alma, el color y el sabor de nuestra civilización. Donde no solo hay libros sino también otros amantes de los libros. No están todos los libros, como en Amazon, sino solamente algunos, elegidos. Las ciudades están llenas de símbolos comerciales globales, en Buenos Aires tanto como en Roma. Pero una librería es distinta en cada ciudad. Tiene un surtido distinto en cada ciudad. Y sobre todo porque hay un librero que podrá darles un consejo personal: la búsqueda de un libro se puede basar también en el azar. En el encuentro fortuito. El lector que entra en una librería no va guiado por ningún algoritmo que le propone, como en la red, otros títulos coherentes con sus lecturas precedentes. Vive la experiencia de la casualidad. Así el editor Giuseppe Laterza descubrió casualmente el libro de Forsyth del que hablaba antes, con un título que le llamó la atención. Y lo publicó en Italia.
De joven trabajé en una librería. Era vendedor. Es lindísimo tratar de asociar las caras de los clientes con sus preferencias literarias. Casi nunca se acierta. Una muchacha pasaba frente a las vidrieras, pero no entraba. Yo intentaba entender en qué libros posaba su mirada. Pero en realidad esperaba que me mirara. Creo que en la red no son posibles encuentros semejantes. Viva las librerías, porque son lugares donde nacen sentimientos. A propósito, Forsyth sugiere entrar en una librería con los ojos vendados y elegir un libro al azar. Y nos hace partícipes de su sueño. O pesadilla. “El paseo ideal en la librería -escribe- funciona así: en una callecita descubro un negocio. Entro y hay un libro solo. Tapa sencilla. No veo siquiera el título. Lo compro y me revela todos los secretos del universo. Sé que nunca podrá ocurrir, pero podría ser un buen comienzo para un relato”.
Leyendo a Forsyth se me presentó la duda de que el libro del cual parte la historia judía que les conté al comienzo sea precisamente el del sueño-pesadilla de Forsyth. Y en La biblioteca de Babel, Borges escribe: Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto”
Los dejamos con este video, llamado The joy of books, realizado por una cadena independiente de libreros de Toronto.
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